Marca Aquiles Torres

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Marca del blog

sábado, 8 de octubre de 2016

La historia del gato callejero enamorado de una gata rica.

Los territorios donde, probablemente, vive el gato callejero de esta historia. Al fondo, una de las casas de primera línea, es la mía.

Esta es la historia de un gato sin nombre que se enamoró de una gata rica con olor a "Chanel Cat". Aunque quizás tenga nombre, pero yo no lo sé.

El gato sin nombre, de vez en cuando, acostumbra a pasear por mi barrio, libre como el viento. Aparentemente prefiere su libertad a los cojines mullidos y tibios de los sofás de casas con niños que acostumbran a tirarle la cola a los micifuces. Al parecer su casa la tiene en un lugar de las vastas colinas que hay frente a mi casa. Lo creo porque en esa amplia loma también viven ratones, conejos y pájaros que, probablemente, él caza y se los manduca cada vez que el hambre lo apremia. Después de todo es un felino y el instinto de cazador lo lleva en sus genes.

Aunque se expone poco a la vista pública, yo lo conocí porque era el enamorado de una gata de "familia bien", con lacito azul al cuello, que vivía a dos casa de la mía. Se ve que un día se conocieron y, como les sucede a casi todos los amantes, nada más verse se enamoraron perdidamente hasta casi perder el sentido de la realidad. Tan enamorados estaban que a veces los veía atravesar juntos la avenida sin siquiera mirar si venían vehículos que podrían haberlos dejado aplastados como cucarachas. Afortunadamente nunca les sucedió nada.

Cuando el amor subió de tono y se transformó en calentura desbordada, una noche ya de madrugada, me despertaron sus maullidos en forma desatada como sólo maúllan los gatos cuando cometen pecado mortal, por lo que supuse equivaldría a nuestros "¡Dale dale...no pares!", "¡Así...así!", u "Oh my God...oh my God!". Bueno, por lo menos es lo que me han contado que los seres humanos expresan en medio de la fornicación.

Y ya después de esa noche de fuego y gemidos no se separaron más hasta que el cruel destino les hizo una fea zancadilla. Un día apareció un camión de mudanzas y la familia dueña de la gata de cuna de oro partió no sé adónde, con todos sus enseres, incluida la minina enamorada.

Fue entonces cuando el desdichado gato enamorado juró no volverse a enamorar de ninguna gata, ni rica ni pobre. Desde entonces vaga solitario por el barrio, como lo hacían los cazarrecompensas en el antiguo oeste.

Un día, mientras estaba pensando en la inmortalidad del cangrejo de río me pregunté que comerá cuando no consigue cazar ni ratones, ni pájaros ni conejos. Y así fue cómo decidí ponerle junto a un árbol cercano a mi casa dos cacharros: uno para el agua y el otro para la comida especial para gatos que compro en el supermercado en la sección mascotas. Cuando lo hice pasaron dos o tres días sin que nadie probara esa comida. Me asomaba por las mañanas y encontraba las viandas intactas. Pero un buen día el gato callejero sin nombre descubrió que bajo el árbol había "leche y miel" y, desde entonces, se aficionó a la comida que le dejo. Tanto es así que cada bolsa que le compro dura, exactamente, una semana.

Desde entonces, por las mañanas, cuando salgo a regar el antejardín, fisgoneo los pocillos de la comida y del agua y están siempre vacíos.

Como nunca lo había visto comer, una noche decidí no ponerle ni comida ni agua. Y desde una de las ventanas de mi casa, con la luz apagada, me puse a observar qué sucedía. Y aconteció lo que yo sospechaba. Casi a medianoche lo vi salir de la maraña vegetal de la colina y, tras mirar hacia todos lados, casi en puntillas, cruzó la avenida a comer el tentempié que yo le ofrecía en secreto. Se debe haber llevado una desilusión inmensa cuando esa noche descubrió que no había cena. Yo esperé pacientemente a que volviera a su selva gatuna y, cuando lo hizo, posiblemente lanzando imprecaciones por su mala suerte, salí con la bolsa de comida y con la botella con agua. Para mantener la distancia y el secreto procuré no hacer ruido. Miré a mi alrededor, y cuando me aseguré que la calle estaba desierta, abrí la puerta del jardín y me acerqué hasta el comedero. A pesar de que abrí la bolsa con mucho cuidado no sé cómo oyó el tenue sonido del papel del envase y, de inmediato, a 30 metro de distancia asomó su cabeza y atravesó la calle mientras yo desaparecía de la escena. Volví a la ventana y, desde allí, observé cómo se daba el festín nocturno al que lo había acostumbrado. Cuando terminó regresó lentamente a su territorio. Desde entonces, con excepción de algunos días que salgo fuera de Madrid, procuro ponerle siempre la comida apenas se pone el sol.

Ahora que escribo estas improvisadas frases cavilo en lo que pensará el gato sin nombre cada vez que se encuentra con ese manjar caído del cielo. Puede que haya comenzado a creer en los prodigios. Tanto, que esté esperanzado que el próximo milagro puede que sea que su adorada gatita perfumada aparezca alguna noche con su lacito azul, moviendo sus caderas en forma cadenciosa e insinuante, para pasar junto a él una noche de sexo, placer y desenfreno gatunos.

¡Oh el amor...oh!


jueves, 18 de agosto de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Ginebra Barcelona)

Fotografía hecha en 1974, durante
 mis primeros meses en Barcelona y recuperada gracias a una copia de contacto.

Después de dejar de darle cabezazos al cristal de la ventana de la oficina de cambio de divisas, y de quedarme satisfecho tras el rosario de imprecaciones que le dediqué al funcionario suizo "pat'e vaca" (en Chile "pat'e vaca" significa "mala persona" y se pronuncia como lo he escrito) que no me quiso atender, volví donde mi compañero de viaje y, tras analizar la situación, optamos quedarnos en los asientos de la estación. Pensamos: "por lo menos estamos bajo techo, tenemos "cama" y cuartos de baño a nuestra disposición ¿Qué más podemos pedirle a la vida?

Y no sólo nos quedamos nosotros; también lo hicieron más de un centenar de chicas y chicos muy jóvenes, la mayoría con pinta de jipis, que ocupaban gran parte del recinto. El ambiente era bullicioso y flotaba en el aire un tufillo a marihuana. Nosotros, que estábamos en otra guerra, vencidos, sólo queríamos relajarnos y descansar.

Fue entonces cuando me sucedió algo extrañísimo, no sé si fue por la debilidad y el agotamiento o por los efluvios de los "canutos" de los chavales. Comencé a experimentar un estado de duermevela, un letargo profundo. Apenas cerraba los ojos comenzaba a soñar con la última persona o el último hecho que tenía en mis recuerdos hasta antes de caer rendido. Pero no eran simples sueños, eran imágenes en movimiento y con sonido que percibía como si fueran reales, como que si lo que soñaba lo estuviera viviendo de verdad. Quizás también haya sido por la incomodidad y la preocupación por nuestra situación que no sabía qué final tendría. Despertaba, pero volvía a caer y, en mi somnolencia, volvía a vivir hechos que sólo estaban en mi cerebro, pero que yo creía que eran reales. Estábamos tan fatigados y hambrientos que, probablemente, mi organismo me alertaba que necesitaba consumir más alimento y mi cerebro más oxígeno. Fue una experiencia extraordinaria que sólo en muy pocas ocasiones la he vuelto a vivir.

Lo anterior lo experimenté, aproximadamente, entre las ocho de la tarde y medianoche, hora en que fuimos despertados por ladridos y gritos estridentes. Eran policías con unos perros inmensos que venían a desalojar de indeseables el edificio de la estación. Ante la "insinuación" policial, poco a poco, todos los "huéspedes" fuimos abandonando el recinto. Cuando llegamos a la calle nos preguntamos: "¿Y dónde vamos a instalarnos ahora?". Por suerte unos chicos, probablemente acostumbrados a vivir situaciones semejantes, nos indicaron que junto al edificio donde estábamos había un paso subterráneo que une una calle de la ciudad con la gare de Genève Cornavin y que allí estaba permitido pernoctar.

Era un pasillo subterráneo que recuerdo como muy largo. Una especie de túnel para evitar cruzar las calles. Cuando llegamos ya estaban allí acampados cientos de personas que hablaban en diferentes idiomas, todos tendidos en el suelo y usando los muros como respaldos. Buscamos un lugar libre y nos dejamos caer. A mí me impresionó tanto este espectáculo que, antes de "meterme en la cama" me fui caminando hasta el fondo del túnel que daba hacia las puertas cerradas del edificio. Subí algunos peldaños de una escaleras y, desde cierta altura, me quedé mirando algo que parecía la secuencia de una película surrealista. Me sentí como, probablemente, deben haberse sentido los reyes medievales cuando se reunían con sus súbditos instalados siempre en un nivel inferior a ellos. Luego volví a mi sitio donde un valet imaginario me ayudó a despojarme de mis ricos vestidos de terciopelo y armiño. Me puso un pijama de seda china amarilla, color que sólo podían usar los emperadores, y me preguntó: "¿Manda algo más el señor?". Le contesté: "Por hoy no, puedes retirarte a tus aposentos porque mañana nos espera un día duro". Luego creo que me dormí hasta la madrugada, cuando abrieron las puertas de la estación y el pasillo fue desalojado.

Después de evacuar mi vejiga y asearme al estilo "chucuchú del tren", me dirigí como un rayo a la oficina de cambio de guita. No sólo quería cambiar dinero sino que también deseaba enfrentarme con el Homo Erectus que nos había jodido la noche. Pero en vez del empleaducho de la noche anterior, quien atendía era una bella ninfa con una melena de cabellos ensortijados, dorados como el trigo maduro quien, además, lucía unos pechos enhiestos y juguetones como una jalea de limones. Con una actitud totalmente diferente a la de su colega, nada más verme aparecer me regaló una sonrisa que a mí me dejó a medio morir saltando y tiritón de cuerpo entero. Entonces por fin pudimos cambiar dinero. Esto nos permitió dejar nuestros equipajes en custodia para poder tener más libertad de movimientos. Lo primero que hicimos fue irnos a la cafetería a desayunar. En la misma cafetería nos explicaron cómo llegar al Palacio de las Naciones Unidas.

No lo había mencionado antes, pero cuando planeé el viaje a España, decidí que ya que pasábamos por Ginebra, lo correcto era acercarnos hasta las oficinas de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) a informar que dejábamos Rumania y que, bajo nuestra responsabilidad, nos dirigiríamos a España a intentar rehacer nuestras vidas rascándonos con nuestras propias uñas, conscientes que desde ese momento dependeríamos, en mayor o menor medida, de nosotros mismos.

Como no podíamos darnos el lujo de tomar un taxi, nos fuimos caminando por Ginebra que es una ciudad, estéticamente, encantadora; aunque hecha para millonarios. Nos detuvimos en algunos de los bellos escaparates que pueblan sus calles que mostraban productos cuyos precios nos parecían de otra galaxia. Nos quedamos embobados mirando una relojería donde había decenas y decenas de relojes cucús de diferentes tamaños y diseños.

Cuando llegamos a la calle Quaid de Montblanc, llamada así porque la palabra francesa "quaid" significa "muelle" o "embarcadero" en castellano, nos enfrentamos visualmente a un espectáculo que nos dejó perplejos: el lago y un impresionante chorro de agua ("Jet d'eau") que a veces alcanza una altura de 140 metros. El lago se llama Ginebra, pero es más conocido como Lago Lemán. Yo lo había visto muchas veces en varias postales y en revistas, pero nunca me imaginé que se empinara tan alto y que lo circundara tanta belleza. Luego seguimos por el Quaid Wilson hasta la Avenida de la Paz, vía que demarca el inmenso parque donde, entre otros organismos, está la sede del Palacio de las Naciones Unidas en Suiza.

Mientras caminábamos hacia las Naciones Unidas, Miguel me preguntó con sorna:

- ¿Y tú crees que por ser bonitos nos van a atender sin siquiera pedir audiencia? 
Y no dejaba de tener razón, pero le contesté con ese viejo refrán que dice: "Quien no se arriesga no pasa el río, compadre".

Yo creía que un alto funcionario de ACNUR nos podría recibir, porque mucho antes del golpe, un Senador a quien conocía, en una ocasión me mencionó que tenía buenas relaciones con el Príncipe Sadruddin Aga Khan quien, en esos años, ostentaba el cargo de Alto Comisionado para los Refugiados. Inocente, yo pensé que si le decían al Príncipe Sadruddin que veníamos de parte de ese conocido mío, me recibiría, como si me hubiera estado esperando meses que le avisaran que yo había llegado a recepción.

Pero algo de suerte tuvimos. Al arribar a las rejas de entrada nos encontramos con un autobús de turistas que iban a hacer una visita guiada. Miguel y yo nos miramos y nos incorporamos al grupo. Camuflados en medio de ellos comenzamos a caminar hacia el imponente edificio. Eran otros tiempos y pudimos entrar fingiendo que poníamos atención a lo que el guía explicaba. Apenas pudimos nos separamos del grupo y nos asomamos a una oficina que tenía las puertas abiertas. Dentro habían empleados chinos escribiendo con una máquinas de escribir con carros gigantescos. Le preguntamos al que estaba más cerca de la puerta dónde estaban las oficinas del Alto Comisionado. Y nos señaló, sonriente, un ascensor y una planta determinada. Miguel y yo subimos al ascensor, apretamos el botón correspondiente al piso que nos había indicado el chinito y comenzamos a subir. Pero cuando las puertas se abrieron comenzaron a sonar alarmas por todos lados. Ni siquiera alcanzamos a salir del elevador cuando nos vimos rodeados de varios guardias de seguridad que nos detuvieron y nos llevaron a una sala. Antes de un minuto apareció un funcionario de seguridad de grado más alto que nos pidió nuestra documentación y, de inmediato, nos comenzó a interrogar en inglés acerca de las razones de por qué habíamos llegado hasta allí. Yo le pedí: "Please, speak more slow". Y me hizo caso. A continuación le detallé nuestras circunstancias e insistí en ver al Alto Comisionado. En forma cortés me dijo que era imposible porque estaba en Chipre, país donde días antes la Guardia Nacional había dado un golpe de Estado y habían derrocado al Arzobispo Makarios. Luego el conflicto se enconó y a los pocos días los turcos invadieron el país. De todos modos, tras tomar nota de nuestros datos, fue muy empático. Le insistimos que temíamos que no nos dejaran entrar en España. Luego, ante nuestra pregunta de si no nos dejaban entrar en España podíamos volver a las oficinas del Alto Comisionado, nos dijo que sí e, incluso, nos dio unos nombres y unos números de teléfonos por si necesitáremos ayuda. Finalmente nos deseo suerte y nos dijo que nos podíamos ir en paz.

Aunque, aparentemente, no habíamos conseguido gran cosa, por lo menos yo salí con mi conciencia tranquila. Regresamos caminando, ahora ya menos tensos y aprovechando a hacer turismo. Quizás fue el momento en que tras tocar fondo notamos que empezábamos a subir hacia la superficie.

Por la tarde regresamos a la Gare de Cornavin a tomar el tren que nos llevaría por el sur de Francia, pasando por algunos pueblos de la Costa Azul y que, finalmente, nos dejaría en Port Bou, la frontera entre Francia y España.

Al llegar a la frontera española tuvimos que hacer transbordo de tren debido a que en Francia los trenes se desplazaban por "trocha ancha" y en España lo usual era la "vía estrecha". Bajamos con nuestros equipajes y nos pusimos en una cola con los pasaportes en la mano junto con muchos trabajadores españoles que, al parecer, laboraban en Francia pero volvía por vacaciones a su país. Ese fue un momento complicado porque si no nos dejaban entrar a España deberíamos rehacer el camino hecho y no disponíamos de medios, excepto el contacto que habíamos hecho en las Naciones Unidas de Ginebra. Pero cuando llegué al policía encargado de sellar pasaportes ni siquiera me miró. Sólo me dijo "siga...siga". Y lo mismo le sucedió a Miguel.

Cuando nos subimos al ferrocarril español sentí una sensación de relajación inmensa. Eran ya cinco días en los que pensaba : "¿Y si no podemos entrar qué?". Fue un momento tan especial cuando comencé a oír que todo el mundo hablaba en castellano, que le dije a Miguel: "Estamos en casa". Fue como una premonición que ese país al que ingresábamos en agosto de 1974, también sería el nuestro. Varios años después, "El Periódico de Sabadell", el viernes 29 de noviembre de 1986, me hizo una entrevista que fue publicada a página completa. El periodista que me entrevistó, como título destacado utilizó una frase que entonces usé en una de mis respuestas. "Cuando llegué a España me dije: vuelvo a estar en casa", porque eso es lo que sentí ese día.

Nos sentamos junto a un hombre de mediana edad que trabajaba en Francia y que venía a pasar visitar a sus seres queridos. Le preguntamos muchas cosas: cómo era la vida en España, cuál era el nivel salarial, cuánto costaba un alquiler en un barrio modesto, cómo funcionaba la Seguridad 
Social, y hasta cómo era el sistema educativo para los niños. Tuvo paciencia de santo e intentó ayudarnos con sus respuestas. 

A medida que el tren avanzaba por la provincia de Gerona, en medio de la vegetación comencé a ver el mar Mediterráneo y las playas más hermosas que había visto en mi vida: arenas blancas y agua azul transparente. Tan cristalinas, que las pequeñas embarcaciones que conseguía ver parecían flotar en el aire.

A las pocas horas llegamos a la estación de Francia de Barcelona, situada junto al llamado "Barrio de la Barceloneta". Nos despedimos de nuestro compañero de asiento y, como autómatas, comenzamos a caminar lentamente hacia la salida. ¿Qué más daba ir más rápido o más lento si no nos esperaba nadie? En la inmensa puerta de la Estación de Francia, Miguel y yo nos detuvimos a decidir cuál sería nuestro próximo paso. A mí se me vino un ciclón de ideas a la cabeza, algunas eran tristes y otras me hicieron sonreír. Tenía claro que cuanto antes encontrara trabajo, antes podrían venir a juntarse conmigo mi mujer y mi pequeño hijo. Soñaba con compensarles por el hecho de haber decidido seguirme a una vida incierta, tras haber tenido que dejar todas las comodidades de las que gozábamos en nuestro país. Y, por supuesto, también habían tenido que renunciar a todos los cariños y afectos de familiares y amigos que se habían quedado en Chile, el país que hasta unos meses antes había sido el nuestro.

Cuando volví a la realidad me percaté que ante mí tenía un gran desafío, pero también una nueva oportunidad que me había dado la vida y, confieso, vi el vaso medio lleno. Era consciente que en esta nueva vida de nada me serviría decir "esto es lo que soy capaz de hacer". Eso aquí no valía; debía demostrarlo. Tenía claro que en las futuras entrevistas de trabajo ni siquiera podría dar un nombre para que pudieran preguntar quién era yo y si lo que había hecho lo había hecho bien o mal.

De este modo, con una inmensa incógnita que me inundaba entero, comencé mi vida en el que desde entonces sería mi país: España.

viernes, 12 de agosto de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Milán Ginebra)


Fotografía de la página de mi pasaporte que muestra la visa de entrada a Suiza
el 7 de agosto de 1974.



Cuando subimos al tren que nos llevaría hasta Suiza comprobamos que nuestro vagón estaba vacío, los cual nos subió el ánimo porque significaba mayores y mejores posibilidades para asearnos y dormir. 
Por consiguiente, apenas nos instalamos yo fui directo al lavabo a bañarme con el mundialmente método "por partes". Esta técnica que ya la había iniciado e, incluso, perfeccionado en el tramo anterior, consistía en sacar de la maleta una muda de ropa interior, una camisa, cepillo de dientes, pasta dentífrica, y jabón. Entonces lo echaba todo en una bolsa de plástico y me metía al lavabo. Luego cerraba la puerta con pestillo, me desnudaba y comenzaba a lavarme por partes, "por presas" como se diría en Chile, y con mucho cuidado para no pringarlo todo.
Como era verano, mientras me cepillaba los dientes y me peinaba, el cuerpo casi se me secaba completamente. A continuación me ponía la ropa limpia, guardaba la sucia en la bolsa y, con papel higiénico terminaba de repasar el habitáculo en forma minuciosa para que todo quedara limpio como patena. Luego salía como lechuga, renovado, fresquito, como si me hubiera bañado y aseado en el baño de una de las suites del hotel "Savoy" de Londres. La parte negativa era que como no estaba alojado en el "Savoy" no podía bajar a desayunar al lujoso y victoriano comedor donde los camareros sirven ataviados de rigurosa etiqueta.

En el viaje a Suiza la sesión de aseo fue mucho más vivificante que en el tramo Belgrado Milán, porque nadie molestaba ni tocaba la puerta; sencillamente, porque como lo he dicho antes, íbamos solos en el inmenso coche.

Luego de mi reconfortante baño procedí a tenderme en el asiento vacío, que yo jugaba a imaginar que era una "chaise longue art decó" para intentar dormir. Miguel hizo lo mismo. Desgraciadamente nuestro plan se fue a la mierda porque apareció un inspector que nos informó que estaba prohibido dormir tendidos sobre los asientos, que si lo queríamos hacer debíamos hacerlo sentados. Ahora pienso: "¡Qué manera de joderle la marrana a la gente!", porque ¿qué más daba si dormíamos en forma horizontal o vertical o si levitábamos, si en todo el vagón sólo íbamos nosotros?

Pero lo peor vino después, ya pasada la frontera de Suiza. Apareció de nuevo el inspector pidiéndonos los billetes y los pasaportes. Cuando vio nuestro pasaportes nos dijo que no podríamos continuar el viaje porque nos faltaban las visas.
- En el Consulado de Suiza en Bucarest nos dijeron que no las necesitábamos - explicamos casi a dúo. Pero donde manda capitán no manda marinero. Nos miró con cara de gato con tiña y nos advirtió que en la primera estación o sacábamos el visado o debíamos abandonar "su" tren. Así es que no nos quedó otra que abrir el arcón que llevábamos repleto de dinero, de acciones, de diamantes y de lingotes de oro para pagar los visados. Pero, desolados, comprobamos que, entre los dos, apenas teníamos un poco más de 200 dólares, cantidad que en Suiza sirve apenas para una cena romántica y un poquito más, con la chica de nuestros sueños, en un restorán de mesa coja.

Cuando llegamos al siguiente pueblo, en la madrugada del día 7 de agosto de 1974, el tren se detuvo. De inmediato el desgraciado funcionario cumplió su palabra y llamó a un policía de fronteras. Éste nos repitió que si no queríamos ser devueltos a Milán debíamos visar nuestros pasaportes ahí mismito.

Como estábamos entre la espada y la pared, tras decirle que aceptábamos, me hizo seguirlo hasta una oficina emplazada a unos 200 metros del andén. Cuando llegamos tuvo que abrir el bufete que, como es natural, a esa hora estaba "tres fermé". Mientras accionaba la llave me miraba de reojo desde arriba hacia abajo, como deben mirar los soldados vencedores a los soldados vencidos en una guerra. Y eso que estos tíos siempre se han vanagloriado que son neutrales y pacifistas. Una vez dentro del despacho, con cara de figurita de porcelana de abuelita rica, me dijo que eran 24 francos suizos por las dos visas: una fortuna para nosotros. Con el dolor de mi alma le pagué y él, cuando tuvo los billetes en su manos, con la gracia y el donaire de un avezado prestidigitador, pegó un sello e hizo aparecer de la nada un tampón de caucho. Lo empapó con tinta gris azulada, y tras hacer girar el artilugio como un rizo en el aire, lo estampó en nuestros pasaportes. La impresión, que es la de la foto de esta entrada, como título dice: "Transit sans arrêt", lo que en cristiano viene a significar más o menos: "En tránsito, sin poder quedarse en Suiza, pobres patipelados". Y luego, como una muestra de la magnanimidad Suiza, hay una graciosa frase que dice: "Autorisation Exceptionelle".

Tras yo pagar los 24 francos suizos y él haber pegado los sellos y estampado el tampón, me di cuenta que el cabronazo se había quedado feliz, satisfecho, quietecito, como si se hubiera echado un polvo con la Miss Mundo. De inmediato cerró cuidadosamente su chiringuito y me acompañó de regreso al lugar donde se suponía que me esperaban el inspector y mi compañero de aventuras. Pero cuando llegamos el tren ya no estaba. O se había ido sin mí o, sencillamente, se había evaporado. O talvez se había transformado en un ovni y los alienígenas que lo conducían, tras capturar a Miguel habrían despegado cagando leches hacia las profundidades del cosmos. Hasta me imaginé a mi amigo flotando en medio de la nave mientras varios "guarisapos" le metían instrumentos por todos sus orificios. Pero no había sucedido lo que yo pensaba. El supuesto abducido me contó que cuando quedó solo, el convoy se puso en movimiento, pero que después de haber avanzado un par de cientos de metros, él, acojonado, o lo que es casi lo mismo, cagado de miedo, pensado en que se había quedado sin pasaporte y sin compañero de viaje, se le ocurrió la brillante idea de colgarse del dispositivo de parada de emergencia que había en el vagón. Y la treta dio resultado porque el inmenso monstruo de hierro se detuvo y el conductor debe haber puesto la marcha atrás porque a los pocos minutos ya estaba de nuevo en el punto donde el policía de fronteras y yo seguíamos mirándonos con cara de palitroques. 


De inmediato el supuesto abducido, para comprobar que yo estaba allí, se asomó pálido y con cara de no haber roto ningún huevo. Ése fue el momento en que me tocó reír a mí. Y bajito musité "jódete, agente guardafronteras". Y estuve a puntito de ponerme a cantar el "Venceremos" en medio de la transparente noche.

Afortunadamente de ahí en adelante volvió la paz a nuestros espíritus y yo soñé hasta que volaba libre sobre las vastas y verdes praderas del Gran Manitú. No recuerdo a qué hora llegamos a Ginebra, pero sí me consta que estábamos exhautos tras tres días de viaje. Fue entonces cuando decidimos buscar un hotel barato, tipo "Dos se van tres llegan". Aunque en Suiza decir "buscar un hotel barato" es sólo un decir, porque todo es caro. Además, por nuestras especiales circunstancias y por venir de donde veníamos, nos parecía que todo era más inasequible aún. Pero, incluso así, dijimos: "lamentándolo mucho necesitamos descansar y reponer fuerzas, echemos mano de los millones de dólares que llevamos en nuestros billeteros". Y mientras Miguel se quedó a cargo de nuestras alforjas, me dirigí raudo y con ritmo de bailarín de mambo a la oficina de cambio de moneda que había en la estación. Pero cuando llegué a la ventanilla de atención al público, el funcionario suizo me dijo: "lo siento, es la hora de cerrar; no puedo atenderlo hasta mañana". De nada valió que le rogara, que le dijera que necesitábamos moneda suiza para comer algo, y que le insistiera que era para poder pagar un hotelucho y, de este modo, dormir en una cama y ducharnos en un baño de verdad. Incluso le requetejuré que el dinero no nos los gastaríamos en merectrices. Pero aun así (en este caso el "aun" sin tilde significa "incluso") el angelito de Dios apagó la luz y se fue dejándome hablando solo junto a su ventanilla de mierda.

(Continuará)

domingo, 31 de julio de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Belgrado - Milán)


Lanchas turísticas en el lago 
del Parque de Herastrau de Bucarest.


La mañana que llegamos a Belgrado caía una lluvia fina sobre la ciudad.

Mientras buscábamos desesperados el tren que nos debía llevar a Milán, repentinamente, en uno de los andenes apareció una numerosa y vocinglera fanfarria, aparentemente de etnia gitana que, provistos de instrumentos, tocaban alegres melodías y cantaban en un idioma que yo no conseguí entender. Mezclados con la música y las canciones le deseaban parabienes a una joven pareja de novios recién casados que, seguramente, ese día iniciaban su luna de miel.

Ella, una bella muchacha recién salida de la adolescencia, llevaba una corona de flores en su cabeza e iba ataviada con un amplio vestido blanco. Parecía una princesa en medio la llovizna. El novio vestía un traje de color oscuro y su rostro lucía bañado por una sinfonía de alegría desbordante. Me fijé en los ojos del muchacho: parecía que se le iban a salir de las cuencas de tanta dicha. Yo pensé: "¿Habrá en este momento en el mundo una persona más feliz que este joven?"

Toda esa secuencia, llena de movimiento, color y sonido, me recordó algunos esponsales que había visto en Chile, en el campo de mis abuelos. Quizás la boda de mi abuelo Samuel y mi abuela Elvira debe haber sido parecida a ésta. Pero la que sí tenía fresca en mi memoria, porque lo viví cuando niño, era el enlace de Inés y Pedro. Evoqué esa mañana en que una caravana de mozos y mozas montados a caballo llegaron a nuestra casa cercana al río. Luego de unos minutos, ellos y mi familia, nos fuimos a la iglesia a que el cura los casara como manda la Iglesia Católica. Cuando terminó la ceremonia, todos, incluida mi pequeña tribu familiar, nos dirigimos al campo de donde eran los novios y en el que mi abuelo tenía su viña, a celebrar la fiesta y el banquete al aire libre, que fue como esas fiestas campestres que aparecen en algunos de los cuadros medievales del pintor holandés Pieter Brueghel.

Como era un día especial, en vez de irme en el coche de caballos de mi abuelo, pedí permiso para hacer el viaje cabalgando al anca del caballo de no recuerdo quién. Fue divertido pero lo pagué caro. Cuando llegaron al campo y me apearon, me di cuenta que me escocían las nalgas y que casi no podía caminar. Aunque esa noche me pusieron ungüentos de hierbas, anduve toda una semana a horcajadas y con el culo lleno de llagas.

Por no querer perdernos detalles de la comitiva nupcial de la Estación de Belgrado, mi compañero y yo, casi perdimos el tren a Italia. Sin embargo al fin, a la carrera, arrastrando nuestras incómodas maletas, de esas que solían pesar más que su contenido, conseguimos subir al ferrocarril, con el corazón haciéndonos triquitraca.

Cuando llegamos a nuestro compartimento ya estaban instalados en él una simpática abuela francesa y una familia de gitanos rumanos con un niño de corta edad. Tanto la señora como la familia de zíngaros nos saludaron afectuosamente y durante todo el trayecto fueron solidarios y gentiles con nosotros. Apenas el tren se puso en movimiento sacaron cestas con comida y nos invitaron a compartir sus viandas. Viajar con ellos nos resultó muy reconfortante y, por lo menos a mí, su compañía me generó mucha paz interior. Después de apaciguar las tripas, a veces dormíamos y a veces conversábamos. Aunque yo prefería mirar con avidez el paisaje yugoslavo que se veía desde la ventana, pensando en cómo habrían pasado la noche mi mujer y mi hijo.   

A la frontera italiana entramos por Trieste y seguimos hasta Venecia. La estación de Venecia me impactó por las mareas de turistas que iban de un lado a otro invadiéndolo todo. Observando a chicos y chicas vestidos con llamativas y modernas vestimentas deportivas veraniegas, tuve conciencia de lo añejos que, a esas alturas de viaje, debíamos lucir Miguel y yo. 

Hace unos días llamé a mi amigo Miguel, que ahora vive en Barcelona, para informarle que estaba escribiendo esta entrada en este blog y le comenté:
- A todos esos jóvenes que pululaban por la estación de Venecia debemos haberles parecido aldeanos que emigraban desde el sur más profundo de Italia para buscarse la vida en el rico norte.

Y Miguel entre risas me respondió:
- Deben haber pensado que nos habíamos caído de otro planeta.

Recuerdo que después de Venecia pasamos por la ciudad de Verona, donde me quedé embelesado intentando, inútilmente, encontrar el balcón donde Romeo Montesco le susurraba frases de amor a la bella Julieta Capuleto. Ahora, a más de cuarenta años de entonces, juraría que ese día vi a los dos adolescentes amantes con las manos entrelazadas, mirándose a los ojos y prometiéndose amor eterno.

Finalmente, casi al terminar el día, llegamos a la terminal ferroviaria de Milán, un magnífico e imponente edificio inaugurado en 1931. Me impresionaron su amplia fachada que debe tener casi 200 metros de amplitud y su grandiosa bóveda que supera los 70 metros de altura. Es tan grande que en su interior alberga un par de docenas de plataformas de trenes que entran y salen a distintos puntos de Europa. En esta estación italiana nosotros y nuestras maletas tuvimos que esperar un par de horas porque el tren que nos trasladaría hasta Ginebra salía, creo, a una hora cercana a la medianoche. 

Milán me hizo recordar uno de los movimientos cinematográficos que más me han conmovido en mi vida: el Neorrealismo Italiano, esa forma de expresión audiovisual surgida inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Su importancia radica en que rompió con las encorsetadas temática y estética cinematográfica habituales hasta entonces. Todo comenzó cuando los guionistas, directores, técnicos y actores se atrevieron a salir a las calles y entraron a las fábricas, a las poblaciones marginales, y a las barriadas humildes a mostrar la realidad de las vidas cotidianas de unos personajes italianos reales, casi famélicos, recién salidos de un conflicto sangriento, envueltos en sus miserias y en sus sueños. Ni más ni menos que la vida cociéndose en su propia salsa, lo mismo que en esos días nos estaba sucediendo a Miguel a mí: vagabundos y hambrientos, con el corazón roto, lejos muy lejos de la tierra donde habíamos nacido y habíamos vivido hasta entonces, pero que en aquellos días 
ignorábamos que nunca volveríamos a recuperarla.
(Continuará)

lunes, 25 de julio de 2016

Mi viaje en tren desde Rumania a España (Tramo Bucarest - Belgrado)


Remando en el Parque de Herastrau de Bucarest, días antes del viaje a España


A principios de agosto de 1974, tras un largo viaje en tren, acompañado por mi amigo Miguel Bravo, llegué a Barcelona a intentar encontrar trabajo y rehacer mi vida y la de mi pequeña familia que, por razones prácticas, se quedó en Bucarest esperando mis noticias. 



Creo que ese viaje ha sido el más complicado que he hecho en mi vida. Ni siquiera sabíamos si nos dejarían entrar en España, naturalmente en forma legal. Pero valía la pena intentarlo.

Tardamos cinco días en cruzar en tren las fronteras de Rumania con Yugoslavia (la Yugoslavia de Tito), la de Yugoslavia con Italia, la de Italia con Suiza, la de Suiza con Francia y, finalmente, la de Francia con España. Fue un viaje difícil y lleno de anécdotas. Afortunadamente la mayoría de los hechos importantes de ese periplo los recuerdo como si los hubiera vivido ayer, aunque es bastante probable que otros, por desgracia, se hayan ido disolviendo con el tiempo.

La decisión familiar consensuada de intentar rehacer nuestra vida en España fue, primero, porque después de casi cuatro meses de vivir en Rumania estudiando el idioma en la Facultad de Lenguas Extranjeras de Bucarest, comprobé que allí me sería muy difícil trabajar en Comunicación, que era mi profesión; segundo, porque España era el único país donde tenía un conocido que me había ofrecido cierta ayuda formal cuya génesis y desarrollo narraré en otra entrada futura; y tercero, porque España es un país en el que se habla el mismo idioma que en Chile lo que me facilitaría enormemente las cosas.

A esas alturas de mi vida, desde el mismo día del golpe, llevaba casi un año de inactividad profesional, razón por la que nuestra economía estaba hecha trizas. Y como cabeza de mi pequeña familia, debía y necesitaba comenzar a volver a diseñar un futuro que nos permitiera remontar de nuevo el vuelo. Entonces pensé que la mejor forma de hacerlo era trabajando en lo que mejor sabía hacer, igual como hasta entonces lo había hecho en Chile y, a la vez, intentar complementar mi formación haciendo otra carrera universitaria. Afortunadamente acertamos y, con mucho esfuerzo y paciencia, logramos conseguirlo.

Como en 1974 nuestra economía era flaca como galgo en huelga de hambre, decidimos que haría el viaje en tren, porque era lo más económico. Fue un largo, sacrificado, interesante y también divertido viaje. Como no sabía si me quedaría en España o si debía regresar, el sentido común nos indicó que lo mejor sería que mi mujer y mi hijo se quedaran en Bucarest atentos a que les fuera informando respecto a mis gestiones para encontrar trabajo. Ahora que soy viejo pienso sobre lo irresponsable que entonces fui, porque ¿qué hubiera sido de ellos si a mí me hubiera ocurrido algo?

Quien se plegó a mi aventura fue mi amigo/hermano Miguel, de quien ya he hablado en otras ocasiones. Él estaba recién casado, pero incluso así, me preguntó si me parecía bien unirse a mí en esa travesía. Naturalmente acepté encantado porque dicen que con un compañero de viaje se sortean mejor las piedras del camino.

Tras planificar casi todo minuciosamente: fechas, itinerario, relación de gastos y un "plan B" en caso de que no pudiéramos entrar en España, partimos llenos de optimismo y ataviados como si fuéramos a asistir a una boda. Ahora recreo nuestra imagen en el  tiempo y me río por lo ingenuos que fuimos eligiendo la vestimenta menos cómoda que podíamos escoger para un largo viaje: trajes formales de chaqueta, pantalón y corbata. Y como equipaje de viaje, una triste maleta y, también una bolsa con pan amasado, queso, algunas frutas y unas bebidas.

Recuerdo que salimos una tarde noche de la estación ferroviaria de Bucarest hacia Belgrado, cuando esa ciudad era todavía la capital de Yugoslavia. 
Naturalmente la despedida fue muy triste y dolorosa porque, una vez más, dejaba solos a los más queridos entre mis seres queridos. En esa ocasión fue mucho más desolador que cuando salí de Chile, porque se quedaban en un país extraño, sin el apoyo de ningún familiar, donde hasta el idioma era una barrera agresiva difícil de sortear. 

Lo que pensamos que iba a ser un viaje cómodo se complicó, porque el tren que nos llevó hasta Belgrado iba repleto de personas de la más variada tipología humana: turistas; emigrantes; y muchos jóvenes con mochilas y sacos de dormir, probablemente porque eran viejos zorros que tenían una dilatada experiencia en viajes. Apenas estos jóvenes subieron al vagón se instalaron en el pasillo y comenzaron a intentar descansar como si hubieran estado acostado en la mejor de las camas.

Cuando llegamos a la frontera el tren se detuvo y comenzamos a oír unos fuertes golpes que nos sobresaltaron. Alarmados, nos asomamos para enterarnos de lo que ocurría: eran guardias fronterizos acompañados de perros que, con unas varas largas, daban golpes a los bajos de los vagones para comprobar que no viajaban polizontes indocumentados.

Cuando ya habíamos tomado nuevamente el sueño, oímos gritos y una discusión que nos espabilaron de nuevo. Salimos al pasillo y casi junto a nuestro compartimento, una bella adolescente rubia, al parecer norteamericana, trataba de explicarle al revisor que le habían robado una pequeña bolsa donde llevaba sus documentos y dinero. Como el funcionario rumano no entendía lo que la chica le intentaba explicar, me acerqué para tratar de ayudar. Y en mi limitado rumano que aprendí en los tres meses que asistí a la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Bucarest y al inglés que había estudiado en mi educación secundaria en el Liceo 6, comencé a hacer de intérprete de tercera categoría. La niña me decía en inglés lo que le había ocurrido y yo se lo traducía a medias al funcionario rumano, quien replicaba haciendo preguntas en su idioma, las que yo, a la vez, intentaba traducir a la víctima del robo. Afortunadamente a los pocos minutos, en pleno guirigay, vinieron otros funcionarios del ferrocarril, se llevaron a la chica para tomarle una declaración formal y, finalmente, la paz regresó al vagón. Nunca supe si habían dado con el ladrón y si la joven muchacha consiguió recuperar su dinero y su pasaporte.

A Belgrado llegamos cuando ya la mañana se había despertado. Al principio Miguel y yo pensamos que en ese mismo tren seguiríamos el viaje, pero cuando nos dimos cuenta que todos bajaban y nos quedábamos solos, reaccionamos. No sé por qué, pero en situaciones confusas, los seres humanos tendemos a hacer lo que hace la mayoría. Efectivamente el trayecto de ese convoy llegaba sólo hasta Belgrado. Ahí terminaba la primera etapa de nuestro viaje. Luego, también debimos cambiarnos de tren en Milán, Ginebra y Port Bou, la frontera franco española, pero a esas alturas ya habíamos ganado en experiencia y todo nos empezó a parecer más fácil de controlar.

(Continuará...)


sábado, 25 de junio de 2016

La Vía Láctea en los cielos de Cauquenes

Foto de Aquiles Torres, cuando tenía, aproximadamente, 6 años de edad.




Mi niñez la viví en la ciudad de Cauquenes con la familia de mis abuelos paternos, en una especie de convivencia tribal de afectos, en medio de una atmósfera maravillosamente cálida.

Aunque creo que no teníamos una economía boyante, yo no recuerdo haber sido consciente de ello. Probablemente carecíamos de muchas cosas materiales, pero eran compensadas por una cosecha permanente de cariño que me hacía creer que vivía en una especie de paraíso terrenal.

En ese País de Nunca Jamás, recuerdo que mi percepción de la velocidad del tiempo no tenía nada que ver con la que tengo ahora. Entonces sentía que los días de verano pasaban mucho más lentos que los días de los veranos de ahora. Parte de esas vacaciones las pasaba vagabundeando y jugando junto al río, que quedaba apenas a cien metros de nuestra casa, y el resto del tiempo en un pequeño campo que mi abuelo tenía un poco más allá de un lugar que llamaban Cancha de los Huevos, a unos doce kilómetros del pueblo.

Estas largas vacaciones comenzaban al final de la primavera, en el tiempo que, como escribió un poeta anónimo del siglo quince en una de las estrofas de Romance del Prisionero: “…cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor …”, y terminaban cuando las noches comenzaban a refrescar.

Cuando esto ocurría, en nuestro barrio cercano al río, casi todos acostumbrábamos a salir a la calle a hacer vida social en corrillos informales, que eran como tertulias improvisadas en las que, además de los comentarios y chascarrillos, generalmente, pícaros referidos a algunos vecinos, solía hablarse de temas tan diversos y misteriosos como cuál sería el contenido del tercer misterio de Fátima, o si las ánimas podían visitar a los vivos, o cómo sería la puesta en escena del fin del mundo, y hasta cómo sería la vida después de la muerte.




Aunque todos esos temas me maravillaban, porque comencé a oírlos desde que tuve uso de razón, recuerdo que lo que más me fascinaba era cuando comenzaban a contar historias relacionadas con la Vía Láctea, porque las noches de Cauquenes tienen los cielos límpidos y bellos. Cuando uno mira la bóveda celeste se ven, como si estuvieran al alcance de nuestras manos, cientos de constelaciones inundando el firmamento. Puedo asegurar que en ningún lugar en los que he estado, he vuelto a ver cielos nocturnos semejantes.
Yo entonces solía preguntar siempre qué eran esas seductoras luces que flotaba y brillaba en el espacio, aparentemente tan cerca de nosotros. Solían contestarme que todos esos ríos de estrellas se llamaban Vía Láctea y que, aunque parecía cercana, estaba muy lejos. Y cuando inquiría desde cuándo existía toda esa maravilla, la respuesta solía ser un sonido gutural, sin palabras, pero que yo entendía que todo ese prodigio había estado allí desde el comienzo del mundo.

¿Y hasta cuándo permanecerán en el cielo esas marejadas de luz?, solía insistir yo. Y casi siempre me contestaban que nadie lo sabía, pero que algún día, cuando todo eso se comenzara a apagar vendría el fin de los tiempos. Así, de este modo tan singular, desde pequeño relacioné la visión del universo nocturno con el fin del mundo. Por eso, durante los veranos de mi niñez, a veces con un poco de temor, cada noche yo solía escudriñar el cielo, y tras comprobar que toda esa singularidad seguía allí, me iba a dormir feliz, estado en que recuerdo haber vivido casi toda mi niñez.

Ahora, a medida que me acerco al límite de mi vida, y gracias a este invento sorprendente que es Internet, procuro mantenerme informado periódicamente de los avances en la investigación del cosmos y de las sesudas teorías expuestas por eruditos y doctos sabios que intentan explicar nuestra realidad. Cuando lo hago, de inmediato me transporto a esa calle que había frente a mi casa, y todos esos fantasmas de esas tibias noches de verano vuelven a mí a acunarme y a traerme aromas de eso que nadie termina de definir, pero que todos llaman felicidad.