Marca Aquiles Torres

Marca Aquiles Torres
Marca del blog

domingo, 2 de marzo de 2014

La vida nos trae y se lleva amores



Marca diseñada por Ariadna Torres


     Hoy, lunes 3 de marzo de 2014, comienzo a publicar este nuevo blog. Aunque es mi tercer blog, siento el mismo entusiasmo que cuando publiqué por primera vez “Conversaciones con Muchosnombres”, que ya lo han leído en 55 países. Y una emoción parecida a la que experimenté en mis tiempos de estudiante secundario cuando escribí “Entrevista a un perro” que, calculo, tuvo unos diez lectores…o quizás menos.

     Este cuaderno de bitácora quería titularlo “Lo viví, lo soñé”, porque en él pretendo escribir una mezcla de cosas que me han sucedido con otras que he soñado. Pero como ese nombre estaba inscrito por otro bloguero, opté por buscar variantes que significaran algo parecido. Lamentablemente también otros títulos similares estaban registrados. Por eso, finalmente, tuve que usar mi nombre con mi primer apellido que, afortunadamente, sí estaba libre.

     Hace unos días un amigo al que le hice un comentario sobre este tercer blog me preguntó por qué lo creaba si ya tenía dos. Le expliqué que será distinto. En mi primer blog narro una historia mágica, y en el segundo trato temas de Comunicación, que es mi profesión. En cambio en este sitio virtual escribiré de lo que me apetezca y me pida el cuerpo. Dicho en román paladino, escribiré de casi todo lo que me interese. Y como me interesan muchas cosas, escribiré de muchas cosas: algo de mi vida, de mis sueños, de mis fracasos, de pintura, de música, de literatura, de psicología, de sociología, de filosofía, de arqueología, de política, de viajes, de arquitectura, de ciencia, de lo que pienso del universo y del tiempo, de cine, de gastronomía, de fiestas tradicionales, de dogmas religiosos, en fin, de todo un poco, como en botica, como se solía decir antes.

     La marca de este sitio es un dibujo de Ariadna, una de mis nietas. Tiene sólo cuatro años, pero al igual que su hermana Tania, tiene un talento artístico innato y hace dibujos divertidos. Cuando le pedí a Ari (sus admiradores en el colegio le dicen Ari) que me dibujara una figura humana como las muchas que hace cada día, en menos de un minuto me hizo cuatro o cinco bocetos. Cuando tuve el dibujo elegido en mis manos le comenté que quería utilizarlo como marca de mi nuevo blog. Asintió con la cabeza y me dijo “sí…sí”. Ahora me entra la duda si ese “sí…sí” tiene validez legal o sería mejor firmar con ella un contrato para que en el futuro no me cobre derechos de autor. Por si acaso, en compensación, dejaré ordenado que cuando mi naturaleza me obligue a cantar “Adiós muchachos, compañeros de mi vida”, le entreguen a ella dos hermosas cerámicas de Buda que compré en China en el año 1973, y que sé que le encantan. 

     Respecto a los blogs, pienso que en la actualidad son el equivalente a lo que en mis tiempos de niño llamábamos “Mi diario”, aquellos cuadernos con un candado, donde uno escribía todo lo que consideraba que era relativamente importante y, a veces, hasta confidencial. Especialmente escribíamos secretos que uno no se atrevía a contárselos a nadie, como por ejemplo que nos gustaba la chica más linda del colegio. Claro que también cosas importantes para mí en esa etapa de mi vida eran, por ejemplo, jugar a las canicas, elevar cometas, nadar, remar, imitar a Roy Rogers, quedarme absorto mirando a los colibríes suspendidos en el aire, capturar libélulas de alas transparentes, o saltamontes gigantes de los que había muchos en el jardín de mi infancia. Ese jardín maravilloso estaba en el terreno de una casa elemental, de adobes y madera, donde vivía con mis abuelos paternos, Samuel y Elvira. Y también con mis tías abuelas Carmen y Herminia, a la que le decíamos cariñosamente “Lulú”. El grupo lo completaban dos hermanas de mi padre: mis tías Aída y Emma, y mi prima Magaly.

     Ahora me doy cuenta que hace unos minutos no tenía idea que escribiría de esto que estoy escribiendo. Menos que aparecerían en mi memoria todos esos seres queridos que ya no viven más que en mi recuerdo. Pero cuando comienzo a escribir sin un tema determinado, como en este caso, más que escribir es como si conversara conmigo mismo (en este caso “conmigo mismo” es un pleonasmo pero me vale igual). Suelo experimentarlo porque lo hago por diversión. Lo paso bien haciéndolo. Es como un juego. A veces, cuando escribo, suelo elegir una palabra inicial y dejo que mi cerebro me encamine por donde quiera llevarme, como me está sucediendo ahora. Casi sin darme cuenta me he reencontrado de sopetón con algunos familiares remotos que me da la sensación que pertenecieron a otra vida de las varias que creo haber vivido. Mi memoria, como un hábil prestidigitador, me ha traído sus rostros curtidos como pergaminos a mi cerebro. Me he percatado que cuando recuerdo a personas queridas, suelo verlas con todos su detalles como si estuvieran junto a mí, viviendo de nuevo mi presente, como en una ceremonia misteriosa. Ahora mismo estoy observando a esas tías abuela mías y, lo que más me llama la atención de ellas son los colores de sus ojos. Mi abuela Elvira los tenía de color azul oscuro, casi grises; mi tía abuela Carmen de color azul celeste; y mi tía abuela Lulú, que era quien me contaba historias del infierno, del purgatorio, del cielo y del fin del mundo, los tenía de color miel. Todos esos familiares míos eran personas profundamente solidarias y generosas que mantuvieron esa casa siempre abierta para todo el mundo. Muchas veces yo me encontré en el comedor gente que no conocía. Eran personas del campo de donde provenían mis abuelos, que venían al pueblo a vender sus productos y a comprar víveres y enseres. Sin serlo aquello era como un clan. Recuerdo que todos les decían “tíos” a mis abuelos, y “primas” a mis tías. Hacían un alto en nuestra casa, y tras tomar desayuno o comer, se iban a hacer sus ventas y sus compras; y por la tarde pasaban a despedirse.

     La casa era la última de una calle llamada Claudina Urrutia, emplazada justo enfrente de una maderería que expelía día y noche un delicioso aroma a pino recién cortado. Luego, un par de cientos de metros más hacia el sur, comenzaba el puente que unía el pueblo con el Barrio Estación, llamado así porque era la zona donde terminaba el ramal ferroviario del tren que venía de un pueblo llamado Parral, cuya estación formaba parte de la espina dorsal de la red de vías férreas que recorría el país de norte a sur.

     Esa casa donde vivimos varios años, la construyó mi abuelo. No sé cómo pudo hacerla sin ser ni arquitecto, ni aparejador, ni albañil, pero la puso en pie y aguantó terremotos. No era bella ni cómoda. Era más bien tosca. Tenía ventanucos minúsculos que impedían que la luz del sol entrara a raudales, pero nos dio cobijo durante varios años antes de irnos a vivir a una mejor. Me contaron que mi abuelo la comenzó a construir años después del llamado “terremoto de Chillán” de 1939 que en Cauquenes, prácticamente no dejó casa en pie. Creo haber oído que ese terreno se lo compró a los curas franciscanos cuyo templo estaba a un par de cientos de metros de la casa. Lo mejor de esa vivienda es que estaba asentada sobre un amplio terreno con muchos árboles frutales, pozo, huerta, plantación de calabazas, y una zona donde mi abuelo hacía adobes. A veces me acercaba a observarlo trabajar en este menester que el hombre viene haciendo desde hace miles de años. A pesar de que era un campesino viñatero, oficio que había aprendido desde pequeño viendo a otros trabajar las viñas, de la misma manera que mimaba sus vides, lo hacía con el agua, la paja y el barro, que eran los materiales con los que fabricaba los adobes. Ayudado por una pala rudimentaria juntaba la tierra y la paja con el agua hasta formar una sopa espesa que depositaba en moldes de madera rectangulares que dejaba a la intemperie secándose al sol durante varios días. Cuando tenía suficientes adobes los desmoldaba y, en una carretilla de mano, los transportaba hasta el lugar donde, con una paciencia de relojero, iniciaba otra zona de casa o de pesebrera. Porque en ese inmenso terreno, además de un perro bóxer que se llamaba “Kaiser”, un gato llamado “Pibe”, teníamos espacio hasta para un caballo que nunca tuvo nombre, pero era el que tiraba el carro de mi abuelo en el que se desplazaba de la ciudad al campo y viceversa.

El primer recuerdo que experimenté en mi vida ocurrió en el jardín de esa casa. Cuando me transporto a esa primera imagen me veo sentado en una piso de madera y totora, sintiendo el calor del sol sobre mi cuerpo y percibiendo el aroma de las flores que cultivaba mi tía Emma. 

     Yo llegué a vivir allí a los cuatro meses de edad por casualidad, por una carambola de la vida. Fue en un mes de junio, pero del junio del hemisferio sur. Debido a que mi padre enfermó gravemente, pensaron que lo mejor era dejarnos a mi hermano y a mí, durante un tiempo, a cargo de nuestros abuelos. A mi hermano, que era el mayor, lo dejaron en Parral, con mi abuela materna, en una casa inmensa que ella tenía junto a la plaza. A mí me dejaron en Cauquenes, bajo la responsabilidad de los padres de mi padre. El plan era que permaneciéramos con ellos un par de meses hasta que mi progenitor recuperara su salud. Sin embargo, cuando después de un tiempo me vinieron a buscar, mis tías le dijeron a mis padres “déjalo unos meses más”. Y cuando por segunda vez me volvieron a ir a buscar sucedió de nuevo lo mismo. Finalmente permanecí con mis abuelos y tías durante diez años. Creo que tuve mucha suerte porque dudo que algún niño haya sido tan feliz como lo fui yo durante todo ese período de tiempo. Fueron años vividos entre la cotidianidad y el realismo mágico, donde conviví con seres humanos de carne y hueso, pero también con las ánimas que mis tías con sus rezos ayudaban a sacar del purgatorio, y con ángeles que tocaban las trompetas anunciando el fin del mundo.

     Pero como en esta vida todo tiene un principio y un final, un verano, cuando mi niñez estaba punto de terminar, contra mi voluntad tuve que abandonar ese paraíso y, definitivamente, volver con mis padres. Lo pasé mal, muy mal. Años después tuve conciencia que esa separación traumática me produjo una fuerte depresión cuyos síntomas principales fueron frío permanente aunque hiciera calor, desinterés por casi todo, y una tristeza inmensa. Fue un golpe emocional tan grande para mí que, incluso, se me quitaron las ganas de seguir viviendo. Me costó meses sacarme de encima esa caparazón de infelicidad. El atajo que tomé para volver a sentir que valía la pena vivir fue salir a la calle a intentar hacer amigos nuevos. Cuando, por fin, emocionalmente me estabilicé, me di cuenta que ya no era el mismo, que de golpe había madurado. El bofetón también me hizo entender que la vida nos da y nos quita cariños, y que nos trae y se lleva amores, hasta que te mueres. Y que cuando tienes esos cariños y esos amores, lo mejor es vivirlos con intensidad. Así terminó mi primera vida: exiliado del paraíso terrenal de mi niñez. Muchos años después la vida me dio otra voltereta dolorosa: volví a perder casi todo lo que tenía, hasta el país en que había nacido. Al mediodía del 10 de enero de 1974 comenzó mi segundo exilio. Pero ésa es otra historia.