Marca Aquiles Torres

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Marca del blog

sábado, 29 de febrero de 2020

Mi excompañero del Liceo 6: Lionel Descouvieres


Mi excompañero del Liceo 6:
                      Lionel Descouvieres.
Uno de los mejores amigos que tuve en el Liceo 6 fue Lionel Descouvieres, a quien solíamos llamarlo por su primer apellido. Con Descouvieres no éramos amigos integrales o a tiempo completo. Éramos sólo amigos en el liceo, justo lo que duraba un año escolar. Esta es la razón por la que nuestra amistad se cimentó sobre todo en los recreos, en los que solía contarme algunas de las aventuras que él afirmaba que había vivido.

Como siempre vestía casi igual, de una manera muy conservadora, intuyo que su familia era de clase media, como lo éramos casi todos los alumnos del Liceo 6. Ahora, lejos del país, rememoro que en Chile casi el ciento por ciento de las personas a quienes les preguntas de qué clase social se consideran, responden que de clase media. Es muy raro que un rico diga que pertenece a la clase alta, o que un pobre reconozca que pertenece a la clase baja.

Recuerdo que una de las pocas veces que me habló de su familia, me contó que su padre era profesor de francés y que vivían por el sector del paradero 18 de la Gran Avenida.

Lionel era algo tímido. Quizás esta era la razón por la que tenía pocos amigos en el liceo. Era de estatura más baja que la media en el Chile de esos años. Su piel era pálida, lo que le daba apariencia de enfermizo. La verdad es que físicamente era poco agraciado y él lo sabía. En cambio, era inteligente y un gran conversador. Y en cuestión de amores no tiraba nunca la toalla. “El instinto es el instinto y hace milagros”, me solía decir muy serio, sin esbozar ni media sonrisa.

Me contaba que cada vez que podía iba a trabajar de acomodador en el Cine Moderno de Santiago de Chile. Nunca supe si era un pasatiempo o un trabajo remunerado. El cine Moderno, que de moderno no tenía nada, era una sala, más bien un galpón a medio morir saltando, que estaba situado en el paradero 18 de la Gran Avenida, en la acera de la cordillera. Por el tipo de público que iba, solían exhibir películas mexicanas. Comparado con el cine Gran Avenida, que también era modesto, El Moderno era como una sala de tercera categoría tirando para cuarta. Los asientos eran de madera y no tenía ni calefacción ni aire acondicionado. La única vez que fui, era verano. Como en el interior el calor era sofocante, la gran mayoría de muchachos se sacaron la camisa y quedaron con el torso desnudo. En cambio las chicas, más modositas y educadas, mantuvieron el tipo y se quedaron con su blusita puesta. Era aquella hermosa época en que las mujeres usaban lo que llamaban “ensambles”. Los ensambles eran un conjunto de dos piezas, formado por una especie de polera y una chaleca abotonada, ambas del mismo color: celestes, melocotón, amarillas suaves, blancas, verde Nilo o rosadas. Estaban fabricados de un material sintético, de textura suave y agradable, que llamaban “banlón” y que, entonces, era lo último de lo último.

Por ser acomodador y ayudante del “Cojo” del cine Moderno, Lionel debía llevar una linterna inmensa, de unos 40 centímetros de largo que, para él, era un signo de estatus, una especie de medalla que no llevaba prendida en su solapa, sino que la blandía en sus manos. Creo que él estaba convencido que era un artilugio que le daba cierta categoría entre sus pares del barrio, porque entonces no todo el mundo podía darse el lujo de tener una linterna de esas características. Además, no cualquiera podía decir que era ayudante del proyeccionista y, a la vez, ser acomodador del cine Moderno, aunque fuera una “barraca” desaliñada. Me imagino que cuando Lionel entraba en la oscura sala y el humilde público lo veía con el haz de luz que nacía de sus manos, deben haberse imaginado que un aura mágica lo envolvía; y hasta alguno debe haberlo visto levitar.

En nuestras charlas de recreo, Descouvieres siempre introducía el nombre de alguna película o la estrofa de alguna canción mexicana, tema en el cual era francamente versado. En una ocasión en que analizábamos lo difícil que era para nosotros, los jóvenes de esos años, encandilar a una adolescente de una edad similar a la nuestra, él me contó que su técnica para romper el hielo y caerles simpático a las Julietas, consistía en recitarles frases aprendidas en algunas de las películas que veía decenas y decenas de veces. Si la muchacha no le hacía caso al primer intento, uno de sus recursos favoritos era decirle: “No soy monedita de oro p’a caerle bien a todos”. De esta manera, a veces, sacaba alguna sonrisilla de la chavala y a partir de ahí comenzaba a picar piedra repitiendo algún verso o un dicho gracioso.

Para quienes no lo sepan, “No soy monedita de oro” es una película mexicana estrenada en el año 1959 y en ella, unos cantantes, creo que Cuco Sánchez y Lucha Moreno, interpretan la dichosa canción con nombre áureo, que para Lionel era como la biblia.

Este tipo de salidas de Lionel a mí me divertían porque no sólo pronunciaba una frase o reconstruía un diálogo, sino que también acompañaba las palabras con expresiones corporales, bien aprendidas de tanto tragar películas de rancheros, de charros machistas y de chinas sumisas y enamoradas. Y a veces hasta cantaba.

En esos benditos años existían unas funciones que llamaban “rotativos”, que consistían en exhibir tres películas en forma continua desde el mediodía hasta la noche. Era cómodo para los espectadores, porque uno llegaba a la hora que quería o podía y, si se encontraba con uno de los filmes aún no terminados, el resto que no había visto lo visionaba cuando volvieran a repetirlo. En esa época el cine era muy importante, porque en Chile aún no existía la televisión. Y cuando llegó, los aparatos estaban sólo al alcance de familias pudientes. Pasarían varios años para que la televisión se popularizara y pudiéramos ver programas y películas en casa. De este modo, los cines eran una especie de válvula de escape cultural, una catapulta hacia otras sociedades, especialmente la estadounidense, mucho más avanzada, divertida y rica que la nuestra, que era gris y chata.

Como un recurso para ganar público, en estos cines, una vez a la semana, había funciones “populares”, con entradas más baratas. En el caso del cine Gran Avenida se denominaba “la popular” y era los lunes. En el cine Moderno era los martes y la función se llamaba “martes femeninos”. Creo recordar que las chicas ese día podían entrar gratis. Tanto en el caso de “la popular” como en los “martes femeninos” las salas se llenaba de adolescentes y jóvenes de ambos sexos que, no sólo iban a ver las cintas, sino que también a intentar “pinchar”, cuestión difícil de conseguir porque era una época en que todo lo relacionado con el sexo o que se le pareciera, era tabú. A pesar de todo, en la oscuridad de la sala, los chicos intentaban sentarse al lado de una niña guapilla, a la que, con mucho sigilo, trataban de rozarle la mano. A veces la respuesta era una cachetada, pero si la damisela permitía ese pequeño primer contacto, el paso siguiente consistía en tomarle la mano. Y el súmmum de la felicidad era lograr darle un “calugazo”.

En una ocasión Descouvieres me contó que finalmente, haciendo de acomodador, había conocido a una niña que respondió a sus requiebros y por la que él comenzó a experimentar verdadero amor. Lo que sentía ella por él nunca me lo aclaró. Su adorado tormento vivía en la Comuna de San Miguel, más allá de la línea del ferrocarril que unía el sur de Chile con Santiago, en una villa modesta, cerca de la población Villa Sur.

Como Lionel, además de estar enamorado era algo celoso, cada vez que se juntaban iba a dejar a su amor a su casa, enclavada en un barrio peligroso y escasamente iluminado. Me confidenció que una vez, al llegar a la línea del ferrocarril, se encontraron con decenas de personas junto a un convoy detenido. Se acercaron y preguntaron qué pasaba. Les explicaron que el tren había atropellado a una persona y que, seguramente, la había dejado hecho picadillo, pero como estaba tan oscuro ni la policía podía hacerse una idea de los resultados de la tragedia.
- Entonces yo – me narró Lionel mostrándome su arma de trabajo en el cine – saqué esta poderosa linterna, apreté este botón de encendido y el rayo de luz llegó a varios centenares de metros, iluminándolo todo.

Así pudieron ver el descalabro de presas humanas dispersas por todas partes. La chavala de Lionel al ver la carnicería se puso a llorar y él, astuto como un zorro, remató la faena diciéndole en forma teatral:
- ¡He ahí; eso somos! ¡Carne y huesos!
La chavala, tras oír las enérgicas y sabias expresiones del acomodador del cine Moderno, experto en frases tremendistas, se aferró a él entre sollozos convulsivos que hicieron que entre espasmo y espasmo sus generosas redondeces se aplastaran contra el escuálido pecho de Descouvieres, quien sonreía satisfecho mientras su libido comenzó a llenarle hasta el último poro de su cuerpo.

Luego que egresamos de la secundaria, de Lionel Descouvieres no supe nunca nada más. He investigado en Internet y les he preguntado por él a todos los excompañeros con los que he tenido contacto y ¡nada!. Es como si aquel acomodador del cine Moderno se hubiera ido con el viento del tiempo, como se fue todo ese mundo que, ahora, quizás sólo exista en mi recuerdo y en el de algunos amigos más.

lunes, 24 de junio de 2019

Algunos recuerdos de mi niñez: mis abuelos

(Antigua foto en que, de izquierda a derecha, estamos en el jardín de nuestra casa: mi tía Aída, mi abuela Elvira, mi prima Adrianita, mi abuelo Samuel, mi tía Emma y yo)

A mis dos abuelas, Elvira Arévalo Alvear y Blanca Pereira tuve la suerte de conocerlas; también a mi abuelo Samuel Torres Salgado. Incluso con mi abuela Elvira y con mi abuelo Samuel, padres de mi padre, conviví casi diez años de mi vida.

A quien no conocí fue a mi abuelo Víctor Retamal, padre de mi madre, quien era de Parral. Murió varios años antes de que yo naciera. De él sólo tengo la imagen de una pequeña foto de color sepia que ahora nadie sabe dónde está. Aunque no era una fotografía en color, parece que mi color moreno es una herencia de sus genes. En esta única fotografía que he visto de él, aparece con unas botas de montar y con una fusta en una mano. Supongo que le gustaría montar a caballo, porque de lo contrario ¿por qué se hizo una fotografía ataviado de esa guisa? También me han dicho que trabajaba en una notaría y que tenía una farmacia. Mi primo Víctor, quien lleva su nombre, me ha contado que tenía un automóvil de esa época; supongo que debe haber sido como los que aparecen en las películas de gansters. Es poco, pero eso es todo lo que sé de él.

A mi abuela Blanca Pereira, madre de mi madre, la conocía apenas, porque durante los pocos años que yo conviví con ella en este mundo, ella vivía en Parral y yo en Cauquenes con mis otros abuelos, dos tías abuelas, dos hermanas de mi padre y mi prima Magali.

Mi abuela Blanca era profesora primaria y llegó a ser directora de escuela. Murió cuando yo tenía pocos años. La conocí porque a veces mi tía Aída, que oficiaba de madre para mí, me llevaba a visitarla. En esas visitas también veía a mis padres biológicos, a mi hermano Horacio, a mis primos Víctor y Silvia, y a mis tías Mercedes, María, Ana e Isabel, hermanas mayores de mi madre. Esos viajes para mí eran especiales, porque me sacaban de mi cotidianeidad. Nos íbamos y nos regresábamos en tren. El viaje duraba una hora o un poco más, pero a mí me parecía que íbamos al fin del mundo. Las estaciones del ramal ferroviario de Cauquenes a Parral, en las que el tren se detenía, era cuatro pequeños villorrios: El Boldo, Quella, Unicaven y Hualve.

A mi abuela Blanca la recuerdo gracias a que la he seguido viendo en las pocas fotografías que tengo de ella. También conservo en mi cerebro algunas imágenes del día en que murió. El velatorio fue en su casa, en una habitación grande que estaba inundada de un intenso olor a flores. Supongo que debe haber sido el comedor. También puedo evocar el viaje en auto, en cortejo, desde la casa que tenía junto a la Plaza de Armas hasta el cementerio.

Pero lo que rememoro con mayor nitidez de mis visitas a Parral es una navidad en que me tenían muchos regalos, y mi hermano Horacio y mis primos Víctor y Silvia, en una habitación amplia que había junto a la cocina, me sentaron en una banquetita y me hicieron una pequeña representación teatral que me impactó mucho.

En cambio con mis abuelos paternos Samuel y Elvira crecí, conviví e intercambiamos experiencias. Me crié en su casa. En esa casa vivíamos ocho familiares bajo el mismo techo: mis abuelos, mis tías abuelas Carmen y Herminia, mis tías Aída y Emma, mi prima Magali y yo.

Como soy de espíritu curioso, siempre preguntaba detalles del origen de los antepasados de mis antepasados, pero nunca conseguí ahondar mucho. Lo poco que me quedó en claro es que mi abuelo Samuel fue hijo natural de un señor acaudalado que vivía en una zona de los campos cercanos a Buchupureo. También me contaron que antes de morir, su padre, o sea mi bisabuelo, ese señor "palogrueso" de Buchupureo, quiso reconocerlo como hijo legítimo, pero que sus otros hijos, para evitar que les quitaran un pellizco de la herencia, lo evitaron. Resumido así, todo eso ahora me parece una telenovela. Aunque entonces el desprecio y el sufrimiento padecidos por mi abuelo y su madre deben haber sido inmensos. Afortunadamente, fue justamente su madre, que nunca supe cómo se llamaba, quien le dejó en herencia una pequeña viña en la zona de Pichihuedque. Gracias a este legado y a su esfuerzo y voluntad, él y mi abuela Elvira sacaron adelante a mis tíos Manuel, Gerardo, Emma, María, Francisco, Aída, y a mi padre que era el menor. A pesar que ambos eran campesinos tuvieron visión y se fueron a vivir a la ciudad. Allí mi abuelo con sus manos construyó una casa que era la casa de todos. Mientras él seguía trabajando su viña, que era el sustento de la familia, sus hijos comenzaron a estudiar en Cauquenes y luego los hombres, cuando terminaron la educación secundaria, se marcharon a Santiago a trabajar y a seguir estudios superiores.

Mi primo hermano Guillermo, hijo de mi tía María Torres, en una ocasión me contó que a él, algunos ancianos de esos campos de Pichihuedque, le relataron que mi abuela Elvira, sus hermanas y sus padres habrían llegado de España ¿Verdad o rumor? No lo sé. Hay que recordar que sólo desde 1884 existe el Registro Civil en Chile. Antes a los hijos los registraban en las iglesias. También hay que tomar en cuenta que a veces se equivocaban al escribir un apellido y el error se quedaba de por vida. Además, debido a los terremotos, a las inundaciones, a voracidad de las ratas y a los incendios, esos libros se iban destruyendo y luego era imposible seguir el rastro de la genealogía de una familia.

Lo que sí recuerdo como si las tuviera ahora mismo frente a mí, son los rostros de mi abuela Elvira y de sus hermanas. Sobre todo evoco sus ojos y los surcos de la piel de sus caras. Mi abuela tenía los ojos color azul oscuro, mi tía abuela Carmen grises, y mi tía abuela Herminia, a quien le decíamos Lulú, los tenía de un tono verde amarillo. Lulú solía tomarme en brazos y entre las historias que me contaba, me narraba cómo iba a ser el fin del mundo. Me decía que Dios, rodeado de todos sus ángeles, serafines, querubines, arcángeles y toda la tropa que suele acompañarlo en las ocasiones solemnes, bajaría a la tierra a separar a los buenos de los malos y a revivir a todos los muertos. A los buenos los mandaría directos al cielo y a los malvados a freírse por toda la eternidad en el infierno. Yo me críe oyendo este tipo de historias. Incluso, algunas noches, soñaba con el fin del mundo, al cual hasta le ponía sonidos de trompetas.    

Y mi abuela Elvira, más parca en cariños, me contaba que ese fatídico día, el del fin de los tiempos, caerían rayos y culebrillas de fuego del cielo. Nunca he olvidado ese concepto "culebrillas de fuego". Por esta razón, la primera vez que vi fuegos artificiales en la Plaza de Armas de Cauquenes, para unas fiestas de la primavera, creía que comenzaba el fin de todo porque caían cascadas de fuego del cielo. Fue tan impactante para mí que llegué a creer que hasta ahí había llegado mi vida. Por suerte para mí, el señor Destino no quiso que fuera así y me ha dado vida suficiente para rescatar y contar todas estas historias.

Durante mi niñez, rodeado de todos estos queridos, y de familiares y amigos del campo que entraban y salían de nuestra casa, más de los fantasmas y ánimas que a veces creía ver o sentir, fui muy feliz. Pero como todo lo bueno tiene un final, un mal día, cuando estaba a punto de cumplir diez años, mis padres me fueron a buscar a Cauquenes y, a pesar de la trifulca que se armó en la casa, de los gritos y de los zarandeos, y de mis llantos, tuve que partir a Santiago a vivir mi segunda vida.     

lunes, 7 de mayo de 2018

Quiero morir para nacer de nuevo


(Fotografía realizada por Aquiles Torres)


Quiero morir para nacer de nuevo.
Para volver a amarte otra vida entera,
porque una sola vida no me ha bastado
para saciarme de ti.
Ma ha dejado con gusto a poco.

Quiero morir para nacer de nuevo.
Para volver a sentirte como el día en que,
en medio de la multitud se abrió el cielo mientras,
ansiosamente, nos buscamos los ojos
y cruzamos nuestras miradas por primera vez.

Quiero morir para nacer de nuevo.
Para volver a decirte:
"¡Te había estado esperando desde que nací!",
y tú sonreíste hasta enrojecer.

Quiero morir para nacer de nuevo.
Y así volver a sentir el sabor de ese beso desesperado
en esa primera cita que consiguió
que todas nuestras compuertas se abrieran
para no volver a cerrarse nunca más.

martes, 9 de enero de 2018

Mi amigo Isidoro



(En septiembre del año 2000, durante una cena en su casa de Santiago, Isidoro no sólo me regaló su libro "200 años de la Publicidad en Chile", sino que, además, tuvo la deferencia de escribir una cálida dedicatoria para mí y mi familia).

Hoy, 9 de enero de 2017, se cumple otro aniversario del fallecimiento de mi amigo Isidoro Basis. Nos dejó el 9 de enero de 2003 ¡Cómo pasa el tiempo, amigo querido!

Cuando hablo de Isidoro, acostumbro a decir "mi amigo Isidoro", porque realmente fuimos grandes amigos. A pesar de que ni nos conocimos cuando niños, ni cuando adolescentes, llegamos a ser amigos de verdad. En mi caso, puedo decir que Isidoro pertenece a esa docena o menos de personas que, a veces, en el transcurso de una vida, un ser humano consigue transformar en amigos de verdad.

Yo conocí a Isidoro cuando era estudiante de Publicidad en la UTE y él era profesor de Radio, Cine y Televisión. Venía precedido de mucha fama, de tener una gran capacidad creativa y de ser un profesional sobresaliente. En esa época trabajaba con Abdullah Ommidvar en un programa de esos años de pioneros de la televisión, que se llamaba "Las mil y una de Abdullah".

La primera vez que coincidimos y charlamos fue en el campus de la Escuela de Ingenieros de la UTE, mientras enseñaba a hacer cine a un grupo de sus alumnos. Cuando vi esa cámara, esos compañeros de un curso inferior al mío emocionados oyendo sus indicaciones y, sobre todo, cómo Isidoro se implicaba en explicar con hechos lo que otros sólo nos contaban, me percaté de inmediato que era un profesional de verdad: un maestro.

Ese mismo año nuestro curso lo tuvo como profesor de Radio, Cine y Televisión. Probablemente porque ya desde mi educación secundaria había decidido que la comunicación sería la actividad profesional a la que dedicaría mi vida, me propuse aprovechar al máximo su experiencia. Y creo que lo conseguí. Si alguien lo duda, tengo la evidencia en mi casa de Madrid. En 1990, cuando aún vivía en Cataluña, postulé a un Doctorado en Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona. Con el objeto de que me convalidaran algunas asignaturas y contenidos, mi madre tuvo que darse el laborioso trabajo de recolectar más de cien documentos, certificados con los contenidos y notas de mi carrera. Para ser aceptados, todos ellos tuvieron que ser legalizados por la UTE, por el Ministerio de Educación de Chile y, por supuesto, por el Ministerio de Relaciones Exteriores de España. Esas calificaciones, entre las que están las de los cursos de Isidoro, son una prueba de que fui un excelente alumno suyo.

Tras terminar la carrera de Publicidad, y dejar atrás la comodidad de ser estudiante, en el verano de 1969 me enfrenté con el mundo real y comencé a buscar trabajo en el difícil sector de la Comunicación de entonces. Por mi falta de contactos en ese área de la economía , para mí no fue fácil. La mayoría de los profesionales que trabajaban en los sectores relacionados con la Comunicación provenían de las clases medias altas. En cambio yo pertenecía a una familia de funcionarios, donde casi todos habían sido o eran profesores, incluyendo a mi abuela Blanca Pereira, quien ya en los años cuarenta fue maestra y directora en una escuela de Parral.

Pero en febrero de 1969 alguien me comentó que Isidoro había sido contratado por la empresa Zig-Zag, editorial fundada en 1905, para escribir los guiones, coordinar y dirigir un programa dominical de televisión titulado "Domingos del Club Disneylandia", mitad envasado y mitad en vivo y en directo, cuyo animador era "Cañitas". Para promocionar más el programa, Zig-Zag había creado una especie de club que funcionaba en un edificio sito en la calle Miraflores, esquina con calle Huérfanos.

Como no tenía nada que perder, sin pedir cita, fui a intentar entrevistarme con Isidoro. Ese día tuve suerte. Probablemente mi Ángel de la Guardia andaba de buen humor porque apenas toqué la puerta de su oficina, Isidoro gritó desde dentro: "¡Entre!" Yo lo hice y...¡milagro! ...apenas me vio, me dijo: "Aquiles, lo necesito". Lo encontré en una oficina inmensa, junto a
 una gran mesa de trabajo repleta de papeles, en medio de un remolino de trabajo. Fue en esta oficina donde comencé a trabajar con él y con los equipos humanos que, semanalmente, sacábamos el programa al aire.

De esta manera, ese mismo día y en ese mismo minuto, comencé a trabajar como su asistente y a formar parte del equipo creativo que generaba ideas que Isidoro transformaba en guiones que luego eran repartidos a "Cañitas"; a Isabel, la animadora que ayudaba al presentador; a los actores, y a los figurantes. A mí se me abrió el mundo. Comencé a descubrir la televisión por dentro, lo cual para mí fue como hacer un máster en la mejor escuela de comunicación del mundo.

Además del programa, Isidoro tenía sus propios clientes privados a los que hacía spots para cine y televisión, razón por la que, gracias a esta circunstancia, también comencé a trabajar como su productor y a perfeccionar técnicas de ventas y técnicas de cine: argumentarios, guiones, principios elementales de cámara e iluminación, edición (entonces se llamaba "montaje"), sonorización, dirección de locutores, y entrega del producto audiovisual a los clientes. Esto último es lo que más me costó, porque venía de un mundo lejano al de los sectores empresariales.

En este interesante proyecto trabajamos meses, hasta que un buen día, a mediados de año, Isidoro me informó que la empresa Protab Televisión, productora de teleseries y programas de televisión, situada en la calle Tarapacá Nº 752, lo había contratado como Jefe del Departamento de Cine. Fue generoso. Me ofreció ser su segundo en el departamento y, por supuesto, yo acepté. En Protab, que entonces grababa en video tape de banda ancha, nuestra función consistía en realizar en soporte cine de 16 mm. los spots y documentales que precisaban las teleseries y programas que producía. Protab fue una universidad para mí. En esos estudios se trabajaba duro y cada día desfilaban por sus dominios una variada tipología humana: directores, actores, guionistas, periodistas, maquilladores, figuritas que comenzaban, técnicos de todo tipo, políticos, cantantes, empresarios, modelos, publicitarios, en fin, una mezcla de personas originales e influyentes relacionadas con la televisión, el periodismo, la cultura y la comunicación de esos años en blanco y negro.

Más tarde, Isidoro decidió abrir su propia agencia de publicidad que instaló en un edificio de la calle Agustinas 1502, esquina de San Martín. En esa ocasión me sugirió que me quedara en Protab ocupando su puesto de trabajo. Y así lo hice. Pero un tiempo después, ya cercanos a las elecciones presidenciales de 1970, un buen día llegó Isidoro a Protab a hablar conmigo. Recuerdo que nos fuimos a almorzar a un restorán de los muchos que había entonces por ese sector y, mientras comíamos, me dijo:
- Aquiles, necesito que se venga a trabajar de nuevo conmigo. Le ofrezco el doble de lo que gana ahora. Es muy posible que a mi agencia le encarguen la campaña de publicidad radial de Salvador Allende. Habrá que trabajar muy duro.

Y así, con un simple apretón de manos, Isidoro y yo volvimos a trabajar en equipo. Otros detalles desconocidos de ese interesante proyecto los contaré en otra ocasión. Lo haré porque forman parte de mi vida y, de hecho, fueron muy importantes no sólo para mí, ya que todo aquello desembocó el 4 de septiembre de 1970, cuando el candidato Salvador Allende salió elegido Presidente de Chile, con el 36,4% de los votos de los chilenos.           

viernes, 29 de diciembre de 2017

Las primeras Navidades que recuerdo



(Fotografía realizada por Aquiles Torres)


No estoy seguro del todo, pero mis primeros recuerdos de Navidades deben ser de cuando tenía cinco o seis años. Y las rememoro insertas en esa época mágica que viví en la ciudad de Cauquenes con mis abuelos paternos y con mis tías, aunque lejos de mis padres.


Por circunstancias de la realidad de mis progenitores, nada más graduarse como profesores los destinaron a trabajar a un rincón escondido de la provincia de Valparaiso (Chile) llamado Longotoma, cerca de La Ligua. En esos años, según contaba sobre todo mi padre, que era un gran conversador y un extraordinario narrador, aquellos parajes eran, prácticamente, medievales.


Siempre que hablábamos de este tema salía a relucir el personaje de La Quintrala, cuyo verdadero nombre fue Lucía de los Ríos y Lisperguer, que me he enterado ahora, era descendiente de un alemán compañero del conquistador Pedro de Valdivia y de la cacica Elvira de Talagante. Esa unión, que se inició en tiempos de descubridores y conquistadores españoles, fue la que generó este clan al que perteneció esta cruel y acaudalada mujer que vivió 61 años en el siglo diecisiete, en pleno período colonial de Chile.

Mi viejo me platicaba que cuando ellos llegaron a trabajar a Longotoma, los vecinos, temerosos de Dios, les contaban que algunas noches, sobre todo de tormenta, aún se podía oír llorar el alma en pena de La Quintrala. Las crónicas también refieren que, a pesar de las miles y miles de misas que encargó esta maligna mujer antes de morir para conseguir la salvación de su alma, jamás había podido escapar del infierno.

También me contaba con lujo de detalles de las elementales condiciones higiénicas y de los escasos servicios de salud pública que existían en aquella época. Y lo menciono, porque esta circunstancia de la falta de calidad en la salud, fue la causa por la cual mi hermano y yo tuvimos que ser entregados en custodia a mis abuelos.

Aunque yo había nacido en la ciudad de Parral en pleno febrero, mientras mis padres gozaban de sus vacaciones de verano, cuando regresaron conmigo y con mi hermano a Longotoma, mi padre enfermó seriamente y mi madre tuvo que volver a viajar rápidamente al sur. Primero a Parral, a dejar a mi hermano con su madre, llamada Blanca, con quien vivían sus hermanas, mis tías María, Mercedes, Isabel y Ana. A mí me fue a dejar a Cauquenes, a la casa de mis abuelos paternos Samuel y Elvira, morada en la que, además, vivían mis tías abuelas Carmen y Luz Herminia, y mis tías paternas Ema y Aída; todas solteras.

Entonces yo tenía cuatro meses de edad y mi hermano era un poco más de un año y medio mayor que yo. Según me contaron mis tías, el compromiso consistió en que en las vacaciones siguientes me volverían a buscar. Pero por esas jugarretas del señor Destino, finalmente viví durante los primeros diez años de mi vida en ese paraíso familiar, en ese tibio nido de amor, sin tener apenas necesidad emocional por la carencia de mis padres biológicos.

Por razones de la naturaleza de los seres humanos, naturalmente mis primeros recuerdos no datan con mi llegada a esta familia de adultos, en la que hacía decenas de años no habían convivido con un recién nacido. Es extraño, pero hasta ahora en que escribo estos recuerdos, nunca había llegado a imaginarme cómo habrá sido esa escena de mi llegada. Probablemente fue en un frío día de junio o de julio, y yo envuelto en pañales y empaquetado en mantas para resguardarme de los rigores de los inviernos sureños, llenos de vendavales y de lluvias interminables.

Algunos años después, cuando desperté a la lucidez y me percaté de la existencia del mundo y de la realidad, y pude comenzar a tejer recuerdos, ya vivíamos en una casa que mi abuelo construyó con sus manos y su imaginación al final de la Avenida Claudina Urrutia, vía que unía el pueblo con el Barrio Estación, llamado así porque era donde estaba la estación término del ramal del ferrocarril de Parral a Cauquenes.

Nuestra casa estaba emplazada a doscientos metros del río, en un inmenso terreno que incluía una zona nivelada que daba a la calle y, a continuación, una o dos hectáreas de vega que le había comprado a los padres franciscanos, que tenía su iglesia muy cerca nuestro.

Con la Orden Franciscana, mi familia extremadamente creyente, tenía fluidas y cordiales relaciones. Mi abuelo, al parecer les proveía de vino, uva y otros productos que cosechaba en su campo. Incluso, creo recordar que era "Hermano de la Tercera Orden Franciscana", con detente en el pecho y todo. Y mi tía Aída, quien hacía de madre para mí, cantaba en el coro y actuaba en pequeñas obras de teatro de corte religioso que se celebraban en la parroquia. Mis otras tías, también feligresas pías, se dedicaban a llevar flores frescas para el altar, y a sacar con sus rezos ánimas del purgatorio, cuando correspondía hacerlo.

Fue en esta templo de pueblo donde se generaron mis primeras visiones de la Navidad, como un acontecimiento maravilloso lleno de luz y misterio. Cada comienzo de diciembre, la comunidad montaba un inmenso "nacimiento" o "belén" en uno de los tres altares situados en la cabecera de la nave. Precisamente ése era el espacio que llenaban de figuras, en cuyo centro estaban el niño jesús; la virgen María, San José; y los Reyes Magos con sus cofres con incienso, oro y mirra, y sus correspondientes camellos bellamente enjaezados.

También instalaban pequeños ríos, en cuyas aguas flotaban patos y cisnes, y animales que pastaban en praderas ubérrimas. Asimismo recuerdo nidos con huevos de distintos colores y tamaños. Y muchas cestas con frutas y viandas que llevaban los fieles para honrar al niño Dios.

Ese escenario maravilloso era completado con numerosas maquetas y personajes como pastores y trabajadores de variados oficios que tenían movimiento propio. Un movimiento invisible, que como no entendía de dónde nacía, para mí era como un milagro. Yo me quedaba hincado, embobado, observando cómo unas mujeres, por medio de una palanca, accionaban una rueda de la que pendía un cubo de agua atado con una cuerda, que metían en el pozo y que al sacarlo destilaba agua. O cómo un carpintero provisto de un serrucho cortaba madera. O cómo una pareja de campesinos avivaba un fuego sobre el que había un caldero. En fin, eran decenas de detalles que a mí me hacían el crío más feliz del mundo y que, estoy seguro, en mucho han influido en mi desarrollo creativo posterior.

La noche del 24 de diciembre, Nochebuena, toda mi familia asistía a la Misa del Gallo que, por la hora, para mí era una mezcla de tortura y de placer. Me gustaba tanto toda la puesta en escena y los aromas a flores y a incienso, que intentaba no dormirme. Especialmente para poder oír la voz de mi segunda madre cuando cantaba villancicos en el coro. Pero, aunque trataba de evitarlo, irremediablemente los ojos se me cerraban y me quedaba en un estado de duermevela. Me cuentan que en una ocasión, posiblemente medio en sueños, grité: "¡Aída!" para llamar a la mujer que más quería en el mundo entonces. Dicen, que mientras todo el mundo soltó una carcajada, yo intenté inútilmente esconderme avergonzado.

Luego, terminada la misa, supongo que me llevarían en brazos a la casa, a meterme en la cama para que, por la mañana siguiente yo me encontrara en los pies de mi lecho muchos regalos extraordinarios, entre los cuales siempre estaban los que habían llevado mis padres. Recuerdo que en esas Navidades recibí pelotas de fútbol de verdad; un silbato de árbitro; mecanos; palitroques pintados de colores fascinantes con fragancia de la pintura aún latiendo sobre la madera; un revólver en cuyo tambor se ponían balas de fogueo que, al reventar, despedían olor a pólvora; un tren a cuerda que recorría una línea que formaba un óvalo; juegos de herramientas de jardinería; y también ropa que a mí me parecía bellísima. Pero lo que recuerdo con un cariño especial, fue una moto a cuerda sobre la que un simio motorista, ataviado con un frac, hacía malabares.

¿Dónde estarán ahora todos esos tesoros míos? ¿Existirá alguno todavía? ¡Ha pasado tanto tiempo y mi vida ha dado tantos giros y zigzagueos que no lo creo!  Por suerte, aún mantengo mi memoria intacta y puedo seguir atesorando estos recuerdos que jamás me han abandonado. Además, después de todo he sido un privilegiado por la vida, porque, por lo menos, de esa época logré rescatar una pequeña bolsa con algunas de mis canicas de cristal que, en Chile solemos llamar "bolitas de cristal". La guardo en mi mesita de noche en mi casa de Madrid. Gracias a esta posesión, cuando quiero regresar a mi niñez, saco las canicas para que me ayuden a volver a los campos de mi infancia. Cuando las vuelvo a acariciar, siempre se produce un portento: descubro que ese mundo que ya nadie recuerda, afortunadamente, aún sigue existiendo dentro de mí.-

domingo, 3 de septiembre de 2017

Primera entrevista de Ignacio Jaén a Aquiles Torres.

Primera entrevista sobre Comunicación e Impulsión de Ignacio Jaén a Aquiles Torres.



Ignacio Jaén y Aquiles Torres 
durante la entrevista."http://www.ivoox.com/player_ej_11875638_2_1.html?data=kpalmZqad5mhhpywj5eaaZS1kZeah5yncZKhhpywj5aRaZi3jpWah5yncaLl1s7Zx9iPmNDm08rgh5ilb4a5k4qlkoqdh83V1JDSz9XWqdTV1JDbx8jJt8rowtOYx9jUqcTdwtHW1dnFt46ZmKiaq8zSpcTd0JC3w4qnd4a1mtOYt9fZqYa3lIqvk8aRaZi3jpU.&"></iframe>

Sergunda entrevista del periodista Ignacio Jaén a Aquiles Torres.




Esta es una de las dos entrevistas que me hizo el periodista Ignacio Jaén sobre tema de comunicación.


Ignacio Jaén y yo durante la entrevista


La entradilla de Ignacio jaén, dice:

"Hoy traigo al Blog y al Podcast Le damos al Branding a Aquiles Torres, un profesional de la Comunicación y el Marketing durante más de 40 años y profesor en Escuelas de negocio españolas y latinoamericanas.

Aquiles comenzó en Chile en los años sesenta del pasado siglo estudiando Marketing y Comunicación. Tras un paso muy interesante por el Gobierno de Allende (frustrado por el Golpe de Estado de Pinochet) vino a Europa y recaló en Barcelona donde se instaló como consultor de Marketing independiente, hasta que fue fichado por una de las grandes marcas del mundo, Mobil Oil como responsable de Publicidad en España. Tras la absorción de Mobil por BP terminó su carrera profesional como responsable de Comunicación Externa de BP España, donde le conocí y tuve el privilegio de trabajar y aprender junto con este maestro. Todavía recuerdo las largas charlas en las que Aquiles se preocupaba más de que comprendiera por qué se hacían las cosas que realmente de que las hiciera (luego venían las prisas de última hora porque siempre había que rendir cuentas a alguien).

miércoles, 24 de mayo de 2017

El Personaje



Fotografía de una bella aldaba o "llamador" de puerta de bronce, realizada por Aquiles Torres en el pueblo de Ciudad Rodrigo.


Este sencillo poema está dedicado a todos los que han sufrido humillaciones cometidas por los soberbios que han sido, son y serán.
Aquellos que por tener una migaja de poder y de dinero, se creen dueños de las voluntades y hasta de las vidas de los demás.




El Personaje


"El Personaje está reunido, 
no puede recibirle ahora.
El Personaje tiene su agenda llena, 

no puede entrevistarse con usted.
El Personaje agradece su invitación,

pero no tiene tiempo para asistir a su sarao.
El Personaje no puede ponerse al teléfono;
está en una reunión.
Y después estará en muchas otras".

Pero un buen día tocaron a la puerta,
y sin que a la secretaria le diera tiempo

de decir "esta boca es mía",
una bella dama ataviada de negro ingresó en la estancia,
y sin dificultad 
penetró en el búnker del hombre importante.

Pese a que éste no la conocía 
ni la cita estaba señalada en su agenda, 
apenas la vio supo de inmediato de quién se trataba.
Y a pesar de que lo intentó hasta la desesperación,
comprendió que no podría eludir el encuentro.

Con los ojos desorbitados por el terror
se arrinconó y se hincó en el ángulo de dos paredes.
Cuando la desconocida se le acercó más,

sintió que hasta el miedo lo abandonaba.
Entonces la sonriente mujer lo abrazó tiernamente,

lo acunó entre sus brazos,
y se lo llevó hacia su territorio
para liberarlo de tanto trabajo y de tanta ocupación.

Unos segundos más tarde,

cuando la secretaria jadeante 
entró a ver qué sucedía con la impertinente visita,
encontró al Personaje como dormido.
Estaban sus músculos, pero no su fuerza.
Estaba su cuerpo, pero no su insolencia.
A continuación una suave voz le susurró que su jefe 

se había marchado a una reunión 
que no acabaría nunca, 
que no acabaría nunca, 
que no acabaría nunca.

lunes, 8 de mayo de 2017

La caja de Pandora


Fotografía realizada por Aquiles Torres

Pienso que hay pocas cosas tan íntimas como un poema.
Es como desnudar nuestro interior en público.
Es como gritar en el silencio de una iglesia.
Es como aullar en el centro del desierto.
Es como mirarse a los ojos en medio de una multitud.

Para que no se queden perdidos por ahí en escritos en algunos cuadernos míos, he decidido comenzar a publicar algunos de los pocos poemas que he escrito en este blog en el que suelo contar "cosas mías" y que, originalmente, quería llamar "Lo he vivido, lo he soñado".

Esta composición que he titulado "La caja de Pandora", la escribí hace ya tiempo, el viernes 5 de agosto de 2016.

La imagen que la acompaña es una parte pequeña de una fotografía de frutas que hice hace algunos años en Barcelona, en el "Mercado de San José", que está junto al famoso paseo llamado "La Ramblas", pero que popularmente todos llaman "Mercado de La Boquería". 




La caja de Pandora.

Quiero que tu lengua tibia
venga de nuevo a abrir mi Caja de Pandora.
Quiero que me toques como sólo tú sabes hacerlo.
Quiero que llenes mi boca de bocanadas de ansias.
Quiero que me hagas retorcerme desenfrenadamente.
Quiero que me acaricies hasta volverme loca de afán.
Quiero que me provoques gemidos hasta quedar ronca de dicha.
Quiero que me satures de ardor incontrolable.
Quiero que me dejes ciega de pasión.
Quiero que te metas en todos los poros de mi cuerpo.
Quiero que me lleves hasta el último rincón del infinito montada entre tus piernas.
Quiero que me hagas flamear al viento del deleite hasta quedar llorando de felicidad en la tierra del placer.


viernes, 28 de abril de 2017

El juego del regreso al paraíso perdido



Fotografía del autor, hecha en la isla de Mallorca, hace más de 40 años atrás, al poco tiempo de llegar a España. 



El 10 de enero de 2017 se cumplieron 43 años de nuestra salida de Chile. En este nuevo aniversario he aprovechado de recordar vivencias que nos han sucedido, sobre todo en los primeros tiempos de nuestro éxodo. Una de ellas fue el terrible dolor que, casi todos, sentíamos en esos primeros años por todo lo que tuvimos que dejar atrás en nuestro país, la tierra donde habíamos nacido.

Volando con mi memoria hacia esos años, recuerdo encuentros con chilenos, dos de los cuales con el tiempo han llegado a ser amigos de verdad, y también con otros que aunque no llegaron a serlo, se quedaron por ahí enredados en el anecdotario de mi vida. Eran veladas en que uno de los temas más recurrentes de conversación era si regresaríamos alguna vez a nuestro paraíso perdido.


Ahora que las circunstancias no son las mismas esos dolores me parecen casi fruslerías. Los años también me han enseñado que hasta el amor más enconado el tiempo termina sanándolo. Pero entonces, para la mayoría de nosotros, regresar a nuestro país era una cuestión muy importante.

Como los seres humanos casi siempre intentamos buscar soluciones para eliminar o minimizar todo aquello que nos causa daño, yo creé un truco basado en la imaginación. Cuando me sentía demasiado triste, hacía un viaje imaginario para reunirme con seres queridos con quienes conversaba hasta saciarme, hasta no tener nada más que decirles y no tener casi nada más que oír de ellos.

Como a mí me daba resultado, cuando a veces coincidía con personas desesperadas por rasguñar los cariños que habían dejado lejos, para ayudarles a mitigar ese desconsuelo, les contaba mi secreto y les invitaba a jugar, a lo que ahora, por ponerle un nombre, llamo "el juego del regreso al paraíso perdido".


En medio de esa tormenta de pesadumbre yo solía preguntarles: "¿te gustaría ir ahora a Chile?". Al oír mi pregunta que era como una bofetada, me miraban extrañados y contestaban: "Sí, pero es imposible". Entonces intentaba bajarles un poco las revoluciones de su desasosiego y les proponía viajar con el pensamiento. Y agregaba que, además, era gratis.

- ¿Con el pensamiento? - solían preguntarme.
- Peor es mascar lauchas - les contestaba yo.


Algunos aceptaban jugar y contarme sus aflicciones y otros no. A quienes se animaban, probablemente, porque pensaban: "¡qué pierdo con probar!" comenzaba por preguntarles qué era lo que más añoraban de Chile y qué era lo que les producía más dolor. Solían decirme: "mi madre". Pero hubo ocasiones en que algunos mencionaron a otros familiares, amigos e, incluso, me hablaron de amores secretos de los que creían nunca volverían a saborear el almíbar de sus besos.

A continuación, tras advertirles que solemos valorar exageradamente coyunturas que ya no existen, les decía que yo les haría volver a Chile, pero que, probablemente, descubrirían que no era el país que tenían idealizado.

Esto que ahora estoy escribiendo de una manera informal, me ha hecho recordar la secuencia final de la película "El planeta de los simios", cuando Charlton Heston, acompañado de Linda Harrison, tras escapar de los simios, van por la playa y, repentinamente, se encuentran con la Estatua de la Libertad semiderruida  y medio enterrada en la arena. Al verla, el protagonista del film se percata que nunca habían salido del planeta tierra y que de su mundo sólo quedaban despojos. Entonces, impotente, el personaje George Taylor (Charlton Heston) exclama: "...he vuelto...estoy en mi casa otra vez. Durante todo este tiempo no me había dado cuenta que estaba en ella ¡Por fin lo conseguí! ¡Maniáticos! ¡Lo habéis destruido todo! ¡Yo os maldigo! ¡Maldigo las guerras! ¡Os maldigo!"

Algo así pienso que nos sucedía en esos años a nosotros. Y lo peor es que mientras más tiempo ha transcurrido, menos se parece Chile al país en el que los que tuvimos que salir, vivimos parte de nuestras vidas.

Pero volvamos al juego. Para comenzar a motivar a "los viajeros", yo prefería preguntarles por "cosas", no por personas. Así descubrí que, casi con tanta fuerza como a las personas, extrañamente, también añoraban cosas como la cordillera, el pan amasado, las cazuelas, el pisco sauer, las marraquetas y otras similares. Ahora me llama la atención que nadie nunca me habló de museos, ni de escritores, ni de poetas, ni de pintores, menos de escultores.

Cuando notaba que entraban en calor les pedía que cerraran los ojos, que empezaran a soñar, y les ponía un pasaje imaginario de avión en sus manos. Luego les proponía que preparan su maleta y que me dijeran qué pondrían dentro de ella.

Con el equipaje listo, el siguiente paso era hacerlos ir al aeropuerto y que me dieran detalles de cómo iban vestidos. Luego, cuando embarcaban, les preguntaba cómo era el avión y cómo eran los viajeros que estaban sentados cerca de ellos. Ese período de tiempo, llamémoslo de ensoñación, era muy importante, porque lo que yo intentaba era que realmente se olvidaran de la realidad que entonces estábamos viviendo.

Salvo algunos que paraban porque me decían que el juego les producía más dolor, otros sí entraban profundamente en ese mundo de ilusión. Y me comenzaban a narrar lo que percibían. A esos, poco a poco, sin urgirlos, les pedía que me dieran más detalles, como por ejemplo si sentían calor o frío, o qué aromas conseguían oler.

Cuando notaba que estaban realmente "viviendo" lo que les proponía, les advertía: "ahora el avión va a despegar". Y volvía a hacerles más preguntas relativas a las sensaciones que estaban experimentando. Más tarde, cuando el avión tomaba la altura y la velocidad que llaman de crucero, hacía que les sirvieran la cena o el almuerzo. Para reforzar la situación también les pedía que me detallaran el sabor de lo que comían y bebían.

Cuando les retiraban los cubiertos y el vuelo volvía a la normalidad, les preguntaba qué creían que estarían haciendo sus seres queridos en Chile en ese momento. Mi objetivo era comenzar a conectarlos afectivamente con la principal causa de su dolor en el exilio: la carencia de una persona o varias personas.

Lo más inquietante del juego comenzaba cuando les comunicaba que el avión ya había dejado atrás la Cordillera de los Andes y que faltaba poco para aterrizar en territorio chileno. Entonces solía producirse un silencio profundo. Supongo que les brotarían recuerdos inconexos que terminaban transformándose en una bola de sentimientos que notaba que les producía ansiedad y dolor. O quizás felicidad.

Cuando les informaba que faltaban pocos minutos para tocar tierra, les pedía que me confirmaran si estaban preparados para hacerlo. Pero en vez de decir que sí o que no, comenzaban a prolongar ese período de tiempo, evidenciando que tenían miedo de enfrentar ese encuentro lleno de emociones. Solían pedirme que esperara un rato, o me decían que antes irían al baño. Yo les reiteraba que se prepararan porque el avión tenía que aterrizar. Cuando al fin la aeronave tocaba suelo, yo notaba cierta rigidez en los músculos de su rostros.

Un paso crítico era cuando pasaban Policía Internacional y entraban al país. Pero por fin, venía lo más gratificante: la explosión de sonrisas y lágrimas al fundirse en abrazos con aquellos seres queridos con los cuales habían soñado despiertos tantas veces. Ahí me callaba y les ofrecía tomarse el tiempo que quisieran, pero sin abrir los ojos.

Antes de hacerlos regresar a la realidad, les pedía que me narraran con quién y de qué hablaron el primer día... y luego el segundo día... y así hasta una semana. En ese punto terminaba el viaje imaginario. Tras ese encuentro con la realidad, se comenzaban a percatar que el paraíso perdido ya no existía, que ahora era algo parecido al infierno, porque los milicos seguían haciendo de las suyas con su ejército de esbirros: allanando viviendas; y deteniendo, torturando, haciendo desaparecer y asesinando patriotas.

Entonces, la mayoría enarcaban las cejas y exclamaban algo así como: "La vida no es perfecta. No estamos en nuestra tierra, pero por lo menos estamos libres y vivos, y tenemos la oportunidad de rehacer nuestras vidas".

Y volvían a sonreír.     

sábado, 8 de octubre de 2016

La historia del gato callejero enamorado de una gata rica.

Los territorios donde, probablemente, vive el gato callejero de esta historia. Al fondo, una de las casas de primera línea, es la mía.

Esta es la historia de un gato sin nombre que se enamoró de una gata rica con olor a "Chanel Cat". Aunque quizás tenga nombre, pero yo no lo sé.

El gato sin nombre, de vez en cuando, acostumbra a pasear por mi barrio, libre como el viento. Aparentemente prefiere su libertad a los cojines mullidos y tibios de los sofás de casas con niños que acostumbran a tirarle la cola a los micifuces. Al parecer su casa la tiene en un lugar de las vastas colinas que hay frente a mi casa. Lo creo porque en esa amplia loma también viven ratones, conejos y pájaros que, probablemente, él caza y se los manduca cada vez que el hambre lo apremia. Después de todo es un felino y el instinto de cazador lo lleva en sus genes.

Aunque se expone poco a la vista pública, yo lo conocí porque era el enamorado de una gata de "familia bien", con lacito azul al cuello, que vivía a dos casa de la mía. Se ve que un día se conocieron y, como les sucede a casi todos los amantes, nada más verse se enamoraron perdidamente hasta casi perder el sentido de la realidad. Tan enamorados estaban que a veces los veía atravesar juntos la avenida sin siquiera mirar si venían vehículos que podrían haberlos dejado aplastados como cucarachas. Afortunadamente nunca les sucedió nada.

Cuando el amor subió de tono y se transformó en calentura desbordada, una noche ya de madrugada, me despertaron sus maullidos en forma desatada como sólo maúllan los gatos cuando cometen pecado mortal, por lo que supuse equivaldría a nuestros "¡Dale dale...no pares!", "¡Así...así!", u "Oh my God...oh my God!". Bueno, por lo menos es lo que me han contado que los seres humanos expresan en medio de la fornicación.

Y ya después de esa noche de fuego y gemidos no se separaron más hasta que el cruel destino les hizo una fea zancadilla. Un día apareció un camión de mudanzas y la familia dueña de la gata de cuna de oro partió no sé adónde, con todos sus enseres, incluida la minina enamorada.

Fue entonces cuando el desdichado gato enamorado juró no volverse a enamorar de ninguna gata, ni rica ni pobre. Desde entonces vaga solitario por el barrio, como lo hacían los cazarrecompensas en el antiguo oeste.

Un día, mientras estaba pensando en la inmortalidad del cangrejo de río me pregunté que comerá cuando no consigue cazar ni ratones, ni pájaros ni conejos. Y así fue cómo decidí ponerle junto a un árbol cercano a mi casa dos cacharros: uno para el agua y el otro para la comida especial para gatos que compro en el supermercado en la sección mascotas. Cuando lo hice pasaron dos o tres días sin que nadie probara esa comida. Me asomaba por las mañanas y encontraba las viandas intactas. Pero un buen día el gato callejero sin nombre descubrió que bajo el árbol había "leche y miel" y, desde entonces, se aficionó a la comida que le dejo. Tanto es así que cada bolsa que le compro dura, exactamente, una semana.

Desde entonces, por las mañanas, cuando salgo a regar el antejardín, fisgoneo los pocillos de la comida y del agua y están siempre vacíos.

Como nunca lo había visto comer, una noche decidí no ponerle ni comida ni agua. Y desde una de las ventanas de mi casa, con la luz apagada, me puse a observar qué sucedía. Y aconteció lo que yo sospechaba. Casi a medianoche lo vi salir de la maraña vegetal de la colina y, tras mirar hacia todos lados, casi en puntillas, cruzó la avenida a comer el tentempié que yo le ofrecía en secreto. Se debe haber llevado una desilusión inmensa cuando esa noche descubrió que no había cena. Yo esperé pacientemente a que volviera a su selva gatuna y, cuando lo hizo, posiblemente lanzando imprecaciones por su mala suerte, salí con la bolsa de comida y con la botella con agua. Para mantener la distancia y el secreto procuré no hacer ruido. Miré a mi alrededor, y cuando me aseguré que la calle estaba desierta, abrí la puerta del jardín y me acerqué hasta el comedero. A pesar de que abrí la bolsa con mucho cuidado no sé cómo oyó el tenue sonido del papel del envase y, de inmediato, a 30 metro de distancia asomó su cabeza y atravesó la calle mientras yo desaparecía de la escena. Volví a la ventana y, desde allí, observé cómo se daba el festín nocturno al que lo había acostumbrado. Cuando terminó regresó lentamente a su territorio. Desde entonces, con excepción de algunos días que salgo fuera de Madrid, procuro ponerle siempre la comida apenas se pone el sol.

Ahora que escribo estas improvisadas frases cavilo en lo que pensará el gato sin nombre cada vez que se encuentra con ese manjar caído del cielo. Puede que haya comenzado a creer en los prodigios. Tanto, que esté esperanzado que el próximo milagro puede que sea que su adorada gatita perfumada aparezca alguna noche con su lacito azul, moviendo sus caderas en forma cadenciosa e insinuante, para pasar junto a él una noche de sexo, placer y desenfreno gatunos.

¡Oh el amor...oh!


jueves, 18 de agosto de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Ginebra Barcelona)

Fotografía hecha en 1974, durante
 mis primeros meses en Barcelona y recuperada gracias a una copia de contacto.

Después de dejar de darle cabezazos al cristal de la ventana de la oficina de cambio de divisas, y de quedarme satisfecho tras el rosario de imprecaciones que le dediqué al funcionario suizo "pat'e vaca" (en Chile "pat'e vaca" significa "mala persona" y se pronuncia como lo he escrito) que no me quiso atender, volví donde mi compañero de viaje y, tras analizar la situación, optamos quedarnos en los asientos de la estación. Pensamos: "por lo menos estamos bajo techo, tenemos "cama" y cuartos de baño a nuestra disposición ¿Qué más podemos pedirle a la vida?

Y no sólo nos quedamos nosotros; también lo hicieron más de un centenar de chicas y chicos muy jóvenes, la mayoría con pinta de jipis, que ocupaban gran parte del recinto. El ambiente era bullicioso y flotaba en el aire un tufillo a marihuana. Nosotros, que estábamos en otra guerra, vencidos, sólo queríamos relajarnos y descansar.

Fue entonces cuando me sucedió algo extrañísimo, no sé si fue por la debilidad y el agotamiento o por los efluvios de los "canutos" de los chavales. Comencé a experimentar un estado de duermevela, un letargo profundo. Apenas cerraba los ojos comenzaba a soñar con la última persona o el último hecho que tenía en mis recuerdos hasta antes de caer rendido. Pero no eran simples sueños, eran imágenes en movimiento y con sonido que percibía como si fueran reales, como que si lo que soñaba lo estuviera viviendo de verdad. Quizás también haya sido por la incomodidad y la preocupación por nuestra situación que no sabía qué final tendría. Despertaba, pero volvía a caer y, en mi somnolencia, volvía a vivir hechos que sólo estaban en mi cerebro, pero que yo creía que eran reales. Estábamos tan fatigados y hambrientos que, probablemente, mi organismo me alertaba que necesitaba consumir más alimento y mi cerebro más oxígeno. Fue una experiencia extraordinaria que sólo en muy pocas ocasiones la he vuelto a vivir.

Lo anterior lo experimenté, aproximadamente, entre las ocho de la tarde y medianoche, hora en que fuimos despertados por ladridos y gritos estridentes. Eran policías con unos perros inmensos que venían a desalojar de indeseables el edificio de la estación. Ante la "insinuación" policial, poco a poco, todos los "huéspedes" fuimos abandonando el recinto. Cuando llegamos a la calle nos preguntamos: "¿Y dónde vamos a instalarnos ahora?". Por suerte unos chicos, probablemente acostumbrados a vivir situaciones semejantes, nos indicaron que junto al edificio donde estábamos había un paso subterráneo que une una calle de la ciudad con la gare de Genève Cornavin y que allí estaba permitido pernoctar.

Era un pasillo subterráneo que recuerdo como muy largo. Una especie de túnel para evitar cruzar las calles. Cuando llegamos ya estaban allí acampados cientos de personas que hablaban en diferentes idiomas, todos tendidos en el suelo y usando los muros como respaldos. Buscamos un lugar libre y nos dejamos caer. A mí me impresionó tanto este espectáculo que, antes de "meterme en la cama" me fui caminando hasta el fondo del túnel que daba hacia las puertas cerradas del edificio. Subí algunos peldaños de una escaleras y, desde cierta altura, me quedé mirando algo que parecía la secuencia de una película surrealista. Me sentí como, probablemente, deben haberse sentido los reyes medievales cuando se reunían con sus súbditos instalados siempre en un nivel inferior a ellos. Luego volví a mi sitio donde un valet imaginario me ayudó a despojarme de mis ricos vestidos de terciopelo y armiño. Me puso un pijama de seda china amarilla, color que sólo podían usar los emperadores, y me preguntó: "¿Manda algo más el señor?". Le contesté: "Por hoy no, puedes retirarte a tus aposentos porque mañana nos espera un día duro". Luego creo que me dormí hasta la madrugada, cuando abrieron las puertas de la estación y el pasillo fue desalojado.

Después de evacuar mi vejiga y asearme al estilo "chucuchú del tren", me dirigí como un rayo a la oficina de cambio de guita. No sólo quería cambiar dinero sino que también deseaba enfrentarme con el Homo Erectus que nos había jodido la noche. Pero en vez del empleaducho de la noche anterior, quien atendía era una bella ninfa con una melena de cabellos ensortijados, dorados como el trigo maduro quien, además, lucía unos pechos enhiestos y juguetones como una jalea de limones. Con una actitud totalmente diferente a la de su colega, nada más verme aparecer me regaló una sonrisa que a mí me dejó a medio morir saltando y tiritón de cuerpo entero. Entonces por fin pudimos cambiar dinero. Esto nos permitió dejar nuestros equipajes en custodia para poder tener más libertad de movimientos. Lo primero que hicimos fue irnos a la cafetería a desayunar. En la misma cafetería nos explicaron cómo llegar al Palacio de las Naciones Unidas.

No lo había mencionado antes, pero cuando planeé el viaje a España, decidí que ya que pasábamos por Ginebra, lo correcto era acercarnos hasta las oficinas de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) a informar que dejábamos Rumania y que, bajo nuestra responsabilidad, nos dirigiríamos a España a intentar rehacer nuestras vidas rascándonos con nuestras propias uñas, conscientes que desde ese momento dependeríamos, en mayor o menor medida, de nosotros mismos.

Como no podíamos darnos el lujo de tomar un taxi, nos fuimos caminando por Ginebra que es una ciudad, estéticamente, encantadora; aunque hecha para millonarios. Nos detuvimos en algunos de los bellos escaparates que pueblan sus calles que mostraban productos cuyos precios nos parecían de otra galaxia. Nos quedamos embobados mirando una relojería donde había decenas y decenas de relojes cucús de diferentes tamaños y diseños.

Cuando llegamos a la calle Quaid de Montblanc, llamada así porque la palabra francesa "quaid" significa "muelle" o "embarcadero" en castellano, nos enfrentamos visualmente a un espectáculo que nos dejó perplejos: el lago y un impresionante chorro de agua ("Jet d'eau") que a veces alcanza una altura de 140 metros. El lago se llama Ginebra, pero es más conocido como Lago Lemán. Yo lo había visto muchas veces en varias postales y en revistas, pero nunca me imaginé que se empinara tan alto y que lo circundara tanta belleza. Luego seguimos por el Quaid Wilson hasta la Avenida de la Paz, vía que demarca el inmenso parque donde, entre otros organismos, está la sede del Palacio de las Naciones Unidas en Suiza.

Mientras caminábamos hacia las Naciones Unidas, Miguel me preguntó con sorna:

- ¿Y tú crees que por ser bonitos nos van a atender sin siquiera pedir audiencia? 
Y no dejaba de tener razón, pero le contesté con ese viejo refrán que dice: "Quien no se arriesga no pasa el río, compadre".

Yo creía que un alto funcionario de ACNUR nos podría recibir, porque mucho antes del golpe, un Senador a quien conocía, en una ocasión me mencionó que tenía buenas relaciones con el Príncipe Sadruddin Aga Khan quien, en esos años, ostentaba el cargo de Alto Comisionado para los Refugiados. Inocente, yo pensé que si le decían al Príncipe Sadruddin que veníamos de parte de ese conocido mío, me recibiría, como si me hubiera estado esperando meses que le avisaran que yo había llegado a recepción.

Pero algo de suerte tuvimos. Al arribar a las rejas de entrada nos encontramos con un autobús de turistas que iban a hacer una visita guiada. Miguel y yo nos miramos y nos incorporamos al grupo. Camuflados en medio de ellos comenzamos a caminar hacia el imponente edificio. Eran otros tiempos y pudimos entrar fingiendo que poníamos atención a lo que el guía explicaba. Apenas pudimos nos separamos del grupo y nos asomamos a una oficina que tenía las puertas abiertas. Dentro habían empleados chinos escribiendo con una máquinas de escribir con carros gigantescos. Le preguntamos al que estaba más cerca de la puerta dónde estaban las oficinas del Alto Comisionado. Y nos señaló, sonriente, un ascensor y una planta determinada. Miguel y yo subimos al ascensor, apretamos el botón correspondiente al piso que nos había indicado el chinito y comenzamos a subir. Pero cuando las puertas se abrieron comenzaron a sonar alarmas por todos lados. Ni siquiera alcanzamos a salir del elevador cuando nos vimos rodeados de varios guardias de seguridad que nos detuvieron y nos llevaron a una sala. Antes de un minuto apareció un funcionario de seguridad de grado más alto que nos pidió nuestra documentación y, de inmediato, nos comenzó a interrogar en inglés acerca de las razones de por qué habíamos llegado hasta allí. Yo le pedí: "Please, speak more slow". Y me hizo caso. A continuación le detallé nuestras circunstancias e insistí en ver al Alto Comisionado. En forma cortés me dijo que era imposible porque estaba en Chipre, país donde días antes la Guardia Nacional había dado un golpe de Estado y habían derrocado al Arzobispo Makarios. Luego el conflicto se enconó y a los pocos días los turcos invadieron el país. De todos modos, tras tomar nota de nuestros datos, fue muy empático. Le insistimos que temíamos que no nos dejaran entrar en España. Luego, ante nuestra pregunta de si no nos dejaban entrar en España podíamos volver a las oficinas del Alto Comisionado, nos dijo que sí e, incluso, nos dio unos nombres y unos números de teléfonos por si necesitáremos ayuda. Finalmente nos deseo suerte y nos dijo que nos podíamos ir en paz.

Aunque, aparentemente, no habíamos conseguido gran cosa, por lo menos yo salí con mi conciencia tranquila. Regresamos caminando, ahora ya menos tensos y aprovechando a hacer turismo. Quizás fue el momento en que tras tocar fondo notamos que empezábamos a subir hacia la superficie.

Por la tarde regresamos a la Gare de Cornavin a tomar el tren que nos llevaría por el sur de Francia, pasando por algunos pueblos de la Costa Azul y que, finalmente, nos dejaría en Port Bou, la frontera entre Francia y España.

Al llegar a la frontera española tuvimos que hacer transbordo de tren debido a que en Francia los trenes se desplazaban por "trocha ancha" y en España lo usual era la "vía estrecha". Bajamos con nuestros equipajes y nos pusimos en una cola con los pasaportes en la mano junto con muchos trabajadores españoles que, al parecer, laboraban en Francia pero volvía por vacaciones a su país. Ese fue un momento complicado porque si no nos dejaban entrar a España deberíamos rehacer el camino hecho y no disponíamos de medios, excepto el contacto que habíamos hecho en las Naciones Unidas de Ginebra. Pero cuando llegué al policía encargado de sellar pasaportes ni siquiera me miró. Sólo me dijo "siga...siga". Y lo mismo le sucedió a Miguel.

Cuando nos subimos al ferrocarril español sentí una sensación de relajación inmensa. Eran ya cinco días en los que pensaba : "¿Y si no podemos entrar qué?". Fue un momento tan especial cuando comencé a oír que todo el mundo hablaba en castellano, que le dije a Miguel: "Estamos en casa". Fue como una premonición que ese país al que ingresábamos en agosto de 1974, también sería el nuestro. Varios años después, "El Periódico de Sabadell", el viernes 29 de noviembre de 1986, me hizo una entrevista que fue publicada a página completa. El periodista que me entrevistó, como título destacado utilizó una frase que entonces usé en una de mis respuestas. "Cuando llegué a España me dije: vuelvo a estar en casa", porque eso es lo que sentí ese día.

Nos sentamos junto a un hombre de mediana edad que trabajaba en Francia y que venía a pasar visitar a sus seres queridos. Le preguntamos muchas cosas: cómo era la vida en España, cuál era el nivel salarial, cuánto costaba un alquiler en un barrio modesto, cómo funcionaba la Seguridad 
Social, y hasta cómo era el sistema educativo para los niños. Tuvo paciencia de santo e intentó ayudarnos con sus respuestas. 

A medida que el tren avanzaba por la provincia de Gerona, en medio de la vegetación comencé a ver el mar Mediterráneo y las playas más hermosas que había visto en mi vida: arenas blancas y agua azul transparente. Tan cristalinas, que las pequeñas embarcaciones que conseguía ver parecían flotar en el aire.

A las pocas horas llegamos a la estación de Francia de Barcelona, situada junto al llamado "Barrio de la Barceloneta". Nos despedimos de nuestro compañero de asiento y, como autómatas, comenzamos a caminar lentamente hacia la salida. ¿Qué más daba ir más rápido o más lento si no nos esperaba nadie? En la inmensa puerta de la Estación de Francia, Miguel y yo nos detuvimos a decidir cuál sería nuestro próximo paso. A mí se me vino un ciclón de ideas a la cabeza, algunas eran tristes y otras me hicieron sonreír. Tenía claro que cuanto antes encontrara trabajo, antes podrían venir a juntarse conmigo mi mujer y mi pequeño hijo. Soñaba con compensarles por el hecho de haber decidido seguirme a una vida incierta, tras haber tenido que dejar todas las comodidades de las que gozábamos en nuestro país. Y, por supuesto, también habían tenido que renunciar a todos los cariños y afectos de familiares y amigos que se habían quedado en Chile, el país que hasta unos meses antes había sido el nuestro.

Cuando volví a la realidad me percaté que ante mí tenía un gran desafío, pero también una nueva oportunidad que me había dado la vida y, confieso, vi el vaso medio lleno. Era consciente que en esta nueva vida de nada me serviría decir "esto es lo que soy capaz de hacer". Eso aquí no valía; debía demostrarlo. Tenía claro que en las futuras entrevistas de trabajo ni siquiera podría dar un nombre para que pudieran preguntar quién era yo y si lo que había hecho lo había hecho bien o mal.

De este modo, con una inmensa incógnita que me inundaba entero, comencé mi vida en el que desde entonces sería mi país: España.

viernes, 12 de agosto de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Milán Ginebra)


Fotografía de la página de mi pasaporte que muestra la visa de entrada a Suiza
el 7 de agosto de 1974.



Cuando subimos al tren que nos llevaría hasta Suiza comprobamos que nuestro vagón estaba vacío, los cual nos subió el ánimo porque significaba mayores y mejores posibilidades para asearnos y dormir. 
Por consiguiente, apenas nos instalamos yo fui directo al lavabo a bañarme con el mundialmente método "por partes". Esta técnica que ya la había iniciado e, incluso, perfeccionado en el tramo anterior, consistía en sacar de la maleta una muda de ropa interior, una camisa, cepillo de dientes, pasta dentífrica, y jabón. Entonces lo echaba todo en una bolsa de plástico y me metía al lavabo. Luego cerraba la puerta con pestillo, me desnudaba y comenzaba a lavarme por partes, "por presas" como se diría en Chile, y con mucho cuidado para no pringarlo todo.
Como era verano, mientras me cepillaba los dientes y me peinaba, el cuerpo casi se me secaba completamente. A continuación me ponía la ropa limpia, guardaba la sucia en la bolsa y, con papel higiénico terminaba de repasar el habitáculo en forma minuciosa para que todo quedara limpio como patena. Luego salía como lechuga, renovado, fresquito, como si me hubiera bañado y aseado en el baño de una de las suites del hotel "Savoy" de Londres. La parte negativa era que como no estaba alojado en el "Savoy" no podía bajar a desayunar al lujoso y victoriano comedor donde los camareros sirven ataviados de rigurosa etiqueta.

En el viaje a Suiza la sesión de aseo fue mucho más vivificante que en el tramo Belgrado Milán, porque nadie molestaba ni tocaba la puerta; sencillamente, porque como lo he dicho antes, íbamos solos en el inmenso coche.

Luego de mi reconfortante baño procedí a tenderme en el asiento vacío, que yo jugaba a imaginar que era una "chaise longue art decó" para intentar dormir. Miguel hizo lo mismo. Desgraciadamente nuestro plan se fue a la mierda porque apareció un inspector que nos informó que estaba prohibido dormir tendidos sobre los asientos, que si lo queríamos hacer debíamos hacerlo sentados. Ahora pienso: "¡Qué manera de joderle la marrana a la gente!", porque ¿qué más daba si dormíamos en forma horizontal o vertical o si levitábamos, si en todo el vagón sólo íbamos nosotros?

Pero lo peor vino después, ya pasada la frontera de Suiza. Apareció de nuevo el inspector pidiéndonos los billetes y los pasaportes. Cuando vio nuestro pasaportes nos dijo que no podríamos continuar el viaje porque nos faltaban las visas.
- En el Consulado de Suiza en Bucarest nos dijeron que no las necesitábamos - explicamos casi a dúo. Pero donde manda capitán no manda marinero. Nos miró con cara de gato con tiña y nos advirtió que en la primera estación o sacábamos el visado o debíamos abandonar "su" tren. Así es que no nos quedó otra que abrir el arcón que llevábamos repleto de dinero, de acciones, de diamantes y de lingotes de oro para pagar los visados. Pero, desolados, comprobamos que, entre los dos, apenas teníamos un poco más de 200 dólares, cantidad que en Suiza sirve apenas para una cena romántica y un poquito más, con la chica de nuestros sueños, en un restorán de mesa coja.

Cuando llegamos al siguiente pueblo, en la madrugada del día 7 de agosto de 1974, el tren se detuvo. De inmediato el desgraciado funcionario cumplió su palabra y llamó a un policía de fronteras. Éste nos repitió que si no queríamos ser devueltos a Milán debíamos visar nuestros pasaportes ahí mismito.

Como estábamos entre la espada y la pared, tras decirle que aceptábamos, me hizo seguirlo hasta una oficina emplazada a unos 200 metros del andén. Cuando llegamos tuvo que abrir el bufete que, como es natural, a esa hora estaba "tres fermé". Mientras accionaba la llave me miraba de reojo desde arriba hacia abajo, como deben mirar los soldados vencedores a los soldados vencidos en una guerra. Y eso que estos tíos siempre se han vanagloriado que son neutrales y pacifistas. Una vez dentro del despacho, con cara de figurita de porcelana de abuelita rica, me dijo que eran 24 francos suizos por las dos visas: una fortuna para nosotros. Con el dolor de mi alma le pagué y él, cuando tuvo los billetes en su manos, con la gracia y el donaire de un avezado prestidigitador, pegó un sello e hizo aparecer de la nada un tampón de caucho. Lo empapó con tinta gris azulada, y tras hacer girar el artilugio como un rizo en el aire, lo estampó en nuestros pasaportes. La impresión, que es la de la foto de esta entrada, como título dice: "Transit sans arrêt", lo que en cristiano viene a significar más o menos: "En tránsito, sin poder quedarse en Suiza, pobres patipelados". Y luego, como una muestra de la magnanimidad Suiza, hay una graciosa frase que dice: "Autorisation Exceptionelle".

Tras yo pagar los 24 francos suizos y él haber pegado los sellos y estampado el tampón, me di cuenta que el cabronazo se había quedado feliz, satisfecho, quietecito, como si se hubiera echado un polvo con la Miss Mundo. De inmediato cerró cuidadosamente su chiringuito y me acompañó de regreso al lugar donde se suponía que me esperaban el inspector y mi compañero de aventuras. Pero cuando llegamos el tren ya no estaba. O se había ido sin mí o, sencillamente, se había evaporado. O talvez se había transformado en un ovni y los alienígenas que lo conducían, tras capturar a Miguel habrían despegado cagando leches hacia las profundidades del cosmos. Hasta me imaginé a mi amigo flotando en medio de la nave mientras varios "guarisapos" le metían instrumentos por todos sus orificios. Pero no había sucedido lo que yo pensaba. El supuesto abducido me contó que cuando quedó solo, el convoy se puso en movimiento, pero que después de haber avanzado un par de cientos de metros, él, acojonado, o lo que es casi lo mismo, cagado de miedo, pensado en que se había quedado sin pasaporte y sin compañero de viaje, se le ocurrió la brillante idea de colgarse del dispositivo de parada de emergencia que había en el vagón. Y la treta dio resultado porque el inmenso monstruo de hierro se detuvo y el conductor debe haber puesto la marcha atrás porque a los pocos minutos ya estaba de nuevo en el punto donde el policía de fronteras y yo seguíamos mirándonos con cara de palitroques. 


De inmediato el supuesto abducido, para comprobar que yo estaba allí, se asomó pálido y con cara de no haber roto ningún huevo. Ése fue el momento en que me tocó reír a mí. Y bajito musité "jódete, agente guardafronteras". Y estuve a puntito de ponerme a cantar el "Venceremos" en medio de la transparente noche.

Afortunadamente de ahí en adelante volvió la paz a nuestros espíritus y yo soñé hasta que volaba libre sobre las vastas y verdes praderas del Gran Manitú. No recuerdo a qué hora llegamos a Ginebra, pero sí me consta que estábamos exhautos tras tres días de viaje. Fue entonces cuando decidimos buscar un hotel barato, tipo "Dos se van tres llegan". Aunque en Suiza decir "buscar un hotel barato" es sólo un decir, porque todo es caro. Además, por nuestras especiales circunstancias y por venir de donde veníamos, nos parecía que todo era más inasequible aún. Pero, incluso así, dijimos: "lamentándolo mucho necesitamos descansar y reponer fuerzas, echemos mano de los millones de dólares que llevamos en nuestros billeteros". Y mientras Miguel se quedó a cargo de nuestras alforjas, me dirigí raudo y con ritmo de bailarín de mambo a la oficina de cambio de moneda que había en la estación. Pero cuando llegué a la ventanilla de atención al público, el funcionario suizo me dijo: "lo siento, es la hora de cerrar; no puedo atenderlo hasta mañana". De nada valió que le rogara, que le dijera que necesitábamos moneda suiza para comer algo, y que le insistiera que era para poder pagar un hotelucho y, de este modo, dormir en una cama y ducharnos en un baño de verdad. Incluso le requetejuré que el dinero no nos los gastaríamos en merectrices. Pero aun así (en este caso el "aun" sin tilde significa "incluso") el angelito de Dios apagó la luz y se fue dejándome hablando solo junto a su ventanilla de mierda.

(Continuará)