Marca Aquiles Torres

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Marca del blog

jueves, 18 de agosto de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Ginebra Barcelona)

Fotografía hecha en 1974, durante
 mis primeros meses en Barcelona y recuperada gracias a una copia de contacto.

Después de dejar de darle cabezazos al cristal de la ventana de la oficina de cambio de divisas, y de quedarme satisfecho tras el rosario de imprecaciones que le dediqué al funcionario suizo "pat'e vaca" (en Chile "pat'e vaca" significa "mala persona" y se pronuncia como lo he escrito) que no me quiso atender, volví donde mi compañero de viaje y, tras analizar la situación, optamos quedarnos en los asientos de la estación. Pensamos: "por lo menos estamos bajo techo, tenemos "cama" y cuartos de baño a nuestra disposición ¿Qué más podemos pedirle a la vida?

Y no sólo nos quedamos nosotros; también lo hicieron más de un centenar de chicas y chicos muy jóvenes, la mayoría con pinta de jipis, que ocupaban gran parte del recinto. El ambiente era bullicioso y flotaba en el aire un tufillo a marihuana. Nosotros, que estábamos en otra guerra, vencidos, sólo queríamos relajarnos y descansar.

Fue entonces cuando me sucedió algo extrañísimo, no sé si fue por la debilidad y el agotamiento o por los efluvios de los "canutos" de los chavales. Comencé a experimentar un estado de duermevela, un letargo profundo. Apenas cerraba los ojos comenzaba a soñar con la última persona o el último hecho que tenía en mis recuerdos hasta antes de caer rendido. Pero no eran simples sueños, eran imágenes en movimiento y con sonido que percibía como si fueran reales, como que si lo que soñaba lo estuviera viviendo de verdad. Quizás también haya sido por la incomodidad y la preocupación por nuestra situación que no sabía qué final tendría. Despertaba, pero volvía a caer y, en mi somnolencia, volvía a vivir hechos que sólo estaban en mi cerebro, pero que yo creía que eran reales. Estábamos tan fatigados y hambrientos que, probablemente, mi organismo me alertaba que necesitaba consumir más alimento y mi cerebro más oxígeno. Fue una experiencia extraordinaria que sólo en muy pocas ocasiones la he vuelto a vivir.

Lo anterior lo experimenté, aproximadamente, entre las ocho de la tarde y medianoche, hora en que fuimos despertados por ladridos y gritos estridentes. Eran policías con unos perros inmensos que venían a desalojar de indeseables el edificio de la estación. Ante la "insinuación" policial, poco a poco, todos los "huéspedes" fuimos abandonando el recinto. Cuando llegamos a la calle nos preguntamos: "¿Y dónde vamos a instalarnos ahora?". Por suerte unos chicos, probablemente acostumbrados a vivir situaciones semejantes, nos indicaron que junto al edificio donde estábamos había un paso subterráneo que une una calle de la ciudad con la gare de Genève Cornavin y que allí estaba permitido pernoctar.

Era un pasillo subterráneo que recuerdo como muy largo. Una especie de túnel para evitar cruzar las calles. Cuando llegamos ya estaban allí acampados cientos de personas que hablaban en diferentes idiomas, todos tendidos en el suelo y usando los muros como respaldos. Buscamos un lugar libre y nos dejamos caer. A mí me impresionó tanto este espectáculo que, antes de "meterme en la cama" me fui caminando hasta el fondo del túnel que daba hacia las puertas cerradas del edificio. Subí algunos peldaños de una escaleras y, desde cierta altura, me quedé mirando algo que parecía la secuencia de una película surrealista. Me sentí como, probablemente, deben haberse sentido los reyes medievales cuando se reunían con sus súbditos instalados siempre en un nivel inferior a ellos. Luego volví a mi sitio donde un valet imaginario me ayudó a despojarme de mis ricos vestidos de terciopelo y armiño. Me puso un pijama de seda china amarilla, color que sólo podían usar los emperadores, y me preguntó: "¿Manda algo más el señor?". Le contesté: "Por hoy no, puedes retirarte a tus aposentos porque mañana nos espera un día duro". Luego creo que me dormí hasta la madrugada, cuando abrieron las puertas de la estación y el pasillo fue desalojado.

Después de evacuar mi vejiga y asearme al estilo "chucuchú del tren", me dirigí como un rayo a la oficina de cambio de guita. No sólo quería cambiar dinero sino que también deseaba enfrentarme con el Homo Erectus que nos había jodido la noche. Pero en vez del empleaducho de la noche anterior, quien atendía era una bella ninfa con una melena de cabellos ensortijados, dorados como el trigo maduro quien, además, lucía unos pechos enhiestos y juguetones como una jalea de limones. Con una actitud totalmente diferente a la de su colega, nada más verme aparecer me regaló una sonrisa que a mí me dejó a medio morir saltando y tiritón de cuerpo entero. Entonces por fin pudimos cambiar dinero. Esto nos permitió dejar nuestros equipajes en custodia para poder tener más libertad de movimientos. Lo primero que hicimos fue irnos a la cafetería a desayunar. En la misma cafetería nos explicaron cómo llegar al Palacio de las Naciones Unidas.

No lo había mencionado antes, pero cuando planeé el viaje a España, decidí que ya que pasábamos por Ginebra, lo correcto era acercarnos hasta las oficinas de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) a informar que dejábamos Rumania y que, bajo nuestra responsabilidad, nos dirigiríamos a España a intentar rehacer nuestras vidas rascándonos con nuestras propias uñas, conscientes que desde ese momento dependeríamos, en mayor o menor medida, de nosotros mismos.

Como no podíamos darnos el lujo de tomar un taxi, nos fuimos caminando por Ginebra que es una ciudad, estéticamente, encantadora; aunque hecha para millonarios. Nos detuvimos en algunos de los bellos escaparates que pueblan sus calles que mostraban productos cuyos precios nos parecían de otra galaxia. Nos quedamos embobados mirando una relojería donde había decenas y decenas de relojes cucús de diferentes tamaños y diseños.

Cuando llegamos a la calle Quaid de Montblanc, llamada así porque la palabra francesa "quaid" significa "muelle" o "embarcadero" en castellano, nos enfrentamos visualmente a un espectáculo que nos dejó perplejos: el lago y un impresionante chorro de agua ("Jet d'eau") que a veces alcanza una altura de 140 metros. El lago se llama Ginebra, pero es más conocido como Lago Lemán. Yo lo había visto muchas veces en varias postales y en revistas, pero nunca me imaginé que se empinara tan alto y que lo circundara tanta belleza. Luego seguimos por el Quaid Wilson hasta la Avenida de la Paz, vía que demarca el inmenso parque donde, entre otros organismos, está la sede del Palacio de las Naciones Unidas en Suiza.

Mientras caminábamos hacia las Naciones Unidas, Miguel me preguntó con sorna:

- ¿Y tú crees que por ser bonitos nos van a atender sin siquiera pedir audiencia? 
Y no dejaba de tener razón, pero le contesté con ese viejo refrán que dice: "Quien no se arriesga no pasa el río, compadre".

Yo creía que un alto funcionario de ACNUR nos podría recibir, porque mucho antes del golpe, un Senador a quien conocía, en una ocasión me mencionó que tenía buenas relaciones con el Príncipe Sadruddin Aga Khan quien, en esos años, ostentaba el cargo de Alto Comisionado para los Refugiados. Inocente, yo pensé que si le decían al Príncipe Sadruddin que veníamos de parte de ese conocido mío, me recibiría, como si me hubiera estado esperando meses que le avisaran que yo había llegado a recepción.

Pero algo de suerte tuvimos. Al arribar a las rejas de entrada nos encontramos con un autobús de turistas que iban a hacer una visita guiada. Miguel y yo nos miramos y nos incorporamos al grupo. Camuflados en medio de ellos comenzamos a caminar hacia el imponente edificio. Eran otros tiempos y pudimos entrar fingiendo que poníamos atención a lo que el guía explicaba. Apenas pudimos nos separamos del grupo y nos asomamos a una oficina que tenía las puertas abiertas. Dentro habían empleados chinos escribiendo con una máquinas de escribir con carros gigantescos. Le preguntamos al que estaba más cerca de la puerta dónde estaban las oficinas del Alto Comisionado. Y nos señaló, sonriente, un ascensor y una planta determinada. Miguel y yo subimos al ascensor, apretamos el botón correspondiente al piso que nos había indicado el chinito y comenzamos a subir. Pero cuando las puertas se abrieron comenzaron a sonar alarmas por todos lados. Ni siquiera alcanzamos a salir del elevador cuando nos vimos rodeados de varios guardias de seguridad que nos detuvieron y nos llevaron a una sala. Antes de un minuto apareció un funcionario de seguridad de grado más alto que nos pidió nuestra documentación y, de inmediato, nos comenzó a interrogar en inglés acerca de las razones de por qué habíamos llegado hasta allí. Yo le pedí: "Please, speak more slow". Y me hizo caso. A continuación le detallé nuestras circunstancias e insistí en ver al Alto Comisionado. En forma cortés me dijo que era imposible porque estaba en Chipre, país donde días antes la Guardia Nacional había dado un golpe de Estado y habían derrocado al Arzobispo Makarios. Luego el conflicto se enconó y a los pocos días los turcos invadieron el país. De todos modos, tras tomar nota de nuestros datos, fue muy empático. Le insistimos que temíamos que no nos dejaran entrar en España. Luego, ante nuestra pregunta de si no nos dejaban entrar en España podíamos volver a las oficinas del Alto Comisionado, nos dijo que sí e, incluso, nos dio unos nombres y unos números de teléfonos por si necesitáremos ayuda. Finalmente nos deseo suerte y nos dijo que nos podíamos ir en paz.

Aunque, aparentemente, no habíamos conseguido gran cosa, por lo menos yo salí con mi conciencia tranquila. Regresamos caminando, ahora ya menos tensos y aprovechando a hacer turismo. Quizás fue el momento en que tras tocar fondo notamos que empezábamos a subir hacia la superficie.

Por la tarde regresamos a la Gare de Cornavin a tomar el tren que nos llevaría por el sur de Francia, pasando por algunos pueblos de la Costa Azul y que, finalmente, nos dejaría en Port Bou, la frontera entre Francia y España.

Al llegar a la frontera española tuvimos que hacer transbordo de tren debido a que en Francia los trenes se desplazaban por "trocha ancha" y en España lo usual era la "vía estrecha". Bajamos con nuestros equipajes y nos pusimos en una cola con los pasaportes en la mano junto con muchos trabajadores españoles que, al parecer, laboraban en Francia pero volvía por vacaciones a su país. Ese fue un momento complicado porque si no nos dejaban entrar a España deberíamos rehacer el camino hecho y no disponíamos de medios, excepto el contacto que habíamos hecho en las Naciones Unidas de Ginebra. Pero cuando llegué al policía encargado de sellar pasaportes ni siquiera me miró. Sólo me dijo "siga...siga". Y lo mismo le sucedió a Miguel.

Cuando nos subimos al ferrocarril español sentí una sensación de relajación inmensa. Eran ya cinco días en los que pensaba : "¿Y si no podemos entrar qué?". Fue un momento tan especial cuando comencé a oír que todo el mundo hablaba en castellano, que le dije a Miguel: "Estamos en casa". Fue como una premonición que ese país al que ingresábamos en agosto de 1974, también sería el nuestro. Varios años después, "El Periódico de Sabadell", el viernes 29 de noviembre de 1986, me hizo una entrevista que fue publicada a página completa. El periodista que me entrevistó, como título destacado utilizó una frase que entonces usé en una de mis respuestas. "Cuando llegué a España me dije: vuelvo a estar en casa", porque eso es lo que sentí ese día.

Nos sentamos junto a un hombre de mediana edad que trabajaba en Francia y que venía a pasar visitar a sus seres queridos. Le preguntamos muchas cosas: cómo era la vida en España, cuál era el nivel salarial, cuánto costaba un alquiler en un barrio modesto, cómo funcionaba la Seguridad 
Social, y hasta cómo era el sistema educativo para los niños. Tuvo paciencia de santo e intentó ayudarnos con sus respuestas. 

A medida que el tren avanzaba por la provincia de Gerona, en medio de la vegetación comencé a ver el mar Mediterráneo y las playas más hermosas que había visto en mi vida: arenas blancas y agua azul transparente. Tan cristalinas, que las pequeñas embarcaciones que conseguía ver parecían flotar en el aire.

A las pocas horas llegamos a la estación de Francia de Barcelona, situada junto al llamado "Barrio de la Barceloneta". Nos despedimos de nuestro compañero de asiento y, como autómatas, comenzamos a caminar lentamente hacia la salida. ¿Qué más daba ir más rápido o más lento si no nos esperaba nadie? En la inmensa puerta de la Estación de Francia, Miguel y yo nos detuvimos a decidir cuál sería nuestro próximo paso. A mí se me vino un ciclón de ideas a la cabeza, algunas eran tristes y otras me hicieron sonreír. Tenía claro que cuanto antes encontrara trabajo, antes podrían venir a juntarse conmigo mi mujer y mi pequeño hijo. Soñaba con compensarles por el hecho de haber decidido seguirme a una vida incierta, tras haber tenido que dejar todas las comodidades de las que gozábamos en nuestro país. Y, por supuesto, también habían tenido que renunciar a todos los cariños y afectos de familiares y amigos que se habían quedado en Chile, el país que hasta unos meses antes había sido el nuestro.

Cuando volví a la realidad me percaté que ante mí tenía un gran desafío, pero también una nueva oportunidad que me había dado la vida y, confieso, vi el vaso medio lleno. Era consciente que en esta nueva vida de nada me serviría decir "esto es lo que soy capaz de hacer". Eso aquí no valía; debía demostrarlo. Tenía claro que en las futuras entrevistas de trabajo ni siquiera podría dar un nombre para que pudieran preguntar quién era yo y si lo que había hecho lo había hecho bien o mal.

De este modo, con una inmensa incógnita que me inundaba entero, comencé mi vida en el que desde entonces sería mi país: España.

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