Marca Aquiles Torres

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Marca del blog

sábado, 8 de octubre de 2016

La historia del gato callejero enamorado de una gata rica.

Los territorios donde, probablemente, vive el gato callejero de esta historia. Al fondo, una de las casas de primera línea, es la mía.

Esta es la historia de un gato sin nombre que se enamoró de una gata rica con olor a "Chanel Cat". Aunque quizás tenga nombre, pero yo no lo sé.

El gato sin nombre, de vez en cuando, acostumbra a pasear por mi barrio, libre como el viento. Aparentemente prefiere su libertad a los cojines mullidos y tibios de los sofás de casas con niños que acostumbran a tirarle la cola a los micifuces. Al parecer su casa la tiene en un lugar de las vastas colinas que hay frente a mi casa. Lo creo porque en esa amplia loma también viven ratones, conejos y pájaros que, probablemente, él caza y se los manduca cada vez que el hambre lo apremia. Después de todo es un felino y el instinto de cazador lo lleva en sus genes.

Aunque se expone poco a la vista pública, yo lo conocí porque era el enamorado de una gata de "familia bien", con lacito azul al cuello, que vivía a dos casa de la mía. Se ve que un día se conocieron y, como les sucede a casi todos los amantes, nada más verse se enamoraron perdidamente hasta casi perder el sentido de la realidad. Tan enamorados estaban que a veces los veía atravesar juntos la avenida sin siquiera mirar si venían vehículos que podrían haberlos dejado aplastados como cucarachas. Afortunadamente nunca les sucedió nada.

Cuando el amor subió de tono y se transformó en calentura desbordada, una noche ya de madrugada, me despertaron sus maullidos en forma desatada como sólo maúllan los gatos cuando cometen pecado mortal, por lo que supuse equivaldría a nuestros "¡Dale dale...no pares!", "¡Así...así!", u "Oh my God...oh my God!". Bueno, por lo menos es lo que me han contado que los seres humanos expresan en medio de la fornicación.

Y ya después de esa noche de fuego y gemidos no se separaron más hasta que el cruel destino les hizo una fea zancadilla. Un día apareció un camión de mudanzas y la familia dueña de la gata de cuna de oro partió no sé adónde, con todos sus enseres, incluida la minina enamorada.

Fue entonces cuando el desdichado gato enamorado juró no volverse a enamorar de ninguna gata, ni rica ni pobre. Desde entonces vaga solitario por el barrio, como lo hacían los cazarrecompensas en el antiguo oeste.

Un día, mientras estaba pensando en la inmortalidad del cangrejo de río me pregunté que comerá cuando no consigue cazar ni ratones, ni pájaros ni conejos. Y así fue cómo decidí ponerle junto a un árbol cercano a mi casa dos cacharros: uno para el agua y el otro para la comida especial para gatos que compro en el supermercado en la sección mascotas. Cuando lo hice pasaron dos o tres días sin que nadie probara esa comida. Me asomaba por las mañanas y encontraba las viandas intactas. Pero un buen día el gato callejero sin nombre descubrió que bajo el árbol había "leche y miel" y, desde entonces, se aficionó a la comida que le dejo. Tanto es así que cada bolsa que le compro dura, exactamente, una semana.

Desde entonces, por las mañanas, cuando salgo a regar el antejardín, fisgoneo los pocillos de la comida y del agua y están siempre vacíos.

Como nunca lo había visto comer, una noche decidí no ponerle ni comida ni agua. Y desde una de las ventanas de mi casa, con la luz apagada, me puse a observar qué sucedía. Y aconteció lo que yo sospechaba. Casi a medianoche lo vi salir de la maraña vegetal de la colina y, tras mirar hacia todos lados, casi en puntillas, cruzó la avenida a comer el tentempié que yo le ofrecía en secreto. Se debe haber llevado una desilusión inmensa cuando esa noche descubrió que no había cena. Yo esperé pacientemente a que volviera a su selva gatuna y, cuando lo hizo, posiblemente lanzando imprecaciones por su mala suerte, salí con la bolsa de comida y con la botella con agua. Para mantener la distancia y el secreto procuré no hacer ruido. Miré a mi alrededor, y cuando me aseguré que la calle estaba desierta, abrí la puerta del jardín y me acerqué hasta el comedero. A pesar de que abrí la bolsa con mucho cuidado no sé cómo oyó el tenue sonido del papel del envase y, de inmediato, a 30 metro de distancia asomó su cabeza y atravesó la calle mientras yo desaparecía de la escena. Volví a la ventana y, desde allí, observé cómo se daba el festín nocturno al que lo había acostumbrado. Cuando terminó regresó lentamente a su territorio. Desde entonces, con excepción de algunos días que salgo fuera de Madrid, procuro ponerle siempre la comida apenas se pone el sol.

Ahora que escribo estas improvisadas frases cavilo en lo que pensará el gato sin nombre cada vez que se encuentra con ese manjar caído del cielo. Puede que haya comenzado a creer en los prodigios. Tanto, que esté esperanzado que el próximo milagro puede que sea que su adorada gatita perfumada aparezca alguna noche con su lacito azul, moviendo sus caderas en forma cadenciosa e insinuante, para pasar junto a él una noche de sexo, placer y desenfreno gatunos.

¡Oh el amor...oh!


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