Marca Aquiles Torres

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Marca del blog

domingo, 31 de julio de 2016

Mi viaje en tren desde Bucarest a Barcelona (Tramo Belgrado - Milán)


Lanchas turísticas en el lago 
del Parque de Herastrau de Bucarest.


La mañana que llegamos a Belgrado caía una lluvia fina sobre la ciudad.

Mientras buscábamos desesperados el tren que nos debía llevar a Milán, repentinamente, en uno de los andenes apareció una numerosa y vocinglera fanfarria, aparentemente de etnia gitana que, provistos de instrumentos, tocaban alegres melodías y cantaban en un idioma que yo no conseguí entender. Mezclados con la música y las canciones le deseaban parabienes a una joven pareja de novios recién casados que, seguramente, ese día iniciaban su luna de miel.

Ella, una bella muchacha recién salida de la adolescencia, llevaba una corona de flores en su cabeza e iba ataviada con un amplio vestido blanco. Parecía una princesa en medio la llovizna. El novio vestía un traje de color oscuro y su rostro lucía bañado por una sinfonía de alegría desbordante. Me fijé en los ojos del muchacho: parecía que se le iban a salir de las cuencas de tanta dicha. Yo pensé: "¿Habrá en este momento en el mundo una persona más feliz que este joven?"

Toda esa secuencia, llena de movimiento, color y sonido, me recordó algunos esponsales que había visto en Chile, en el campo de mis abuelos. Quizás la boda de mi abuelo Samuel y mi abuela Elvira debe haber sido parecida a ésta. Pero la que sí tenía fresca en mi memoria, porque lo viví cuando niño, era el enlace de Inés y Pedro. Evoqué esa mañana en que una caravana de mozos y mozas montados a caballo llegaron a nuestra casa cercana al río. Luego de unos minutos, ellos y mi familia, nos fuimos a la iglesia a que el cura los casara como manda la Iglesia Católica. Cuando terminó la ceremonia, todos, incluida mi pequeña tribu familiar, nos dirigimos al campo de donde eran los novios y en el que mi abuelo tenía su viña, a celebrar la fiesta y el banquete al aire libre, que fue como esas fiestas campestres que aparecen en algunos de los cuadros medievales del pintor holandés Pieter Brueghel.

Como era un día especial, en vez de irme en el coche de caballos de mi abuelo, pedí permiso para hacer el viaje cabalgando al anca del caballo de no recuerdo quién. Fue divertido pero lo pagué caro. Cuando llegaron al campo y me apearon, me di cuenta que me escocían las nalgas y que casi no podía caminar. Aunque esa noche me pusieron ungüentos de hierbas, anduve toda una semana a horcajadas y con el culo lleno de llagas.

Por no querer perdernos detalles de la comitiva nupcial de la Estación de Belgrado, mi compañero y yo, casi perdimos el tren a Italia. Sin embargo al fin, a la carrera, arrastrando nuestras incómodas maletas, de esas que solían pesar más que su contenido, conseguimos subir al ferrocarril, con el corazón haciéndonos triquitraca.

Cuando llegamos a nuestro compartimento ya estaban instalados en él una simpática abuela francesa y una familia de gitanos rumanos con un niño de corta edad. Tanto la señora como la familia de zíngaros nos saludaron afectuosamente y durante todo el trayecto fueron solidarios y gentiles con nosotros. Apenas el tren se puso en movimiento sacaron cestas con comida y nos invitaron a compartir sus viandas. Viajar con ellos nos resultó muy reconfortante y, por lo menos a mí, su compañía me generó mucha paz interior. Después de apaciguar las tripas, a veces dormíamos y a veces conversábamos. Aunque yo prefería mirar con avidez el paisaje yugoslavo que se veía desde la ventana, pensando en cómo habrían pasado la noche mi mujer y mi hijo.   

A la frontera italiana entramos por Trieste y seguimos hasta Venecia. La estación de Venecia me impactó por las mareas de turistas que iban de un lado a otro invadiéndolo todo. Observando a chicos y chicas vestidos con llamativas y modernas vestimentas deportivas veraniegas, tuve conciencia de lo añejos que, a esas alturas de viaje, debíamos lucir Miguel y yo. 

Hace unos días llamé a mi amigo Miguel, que ahora vive en Barcelona, para informarle que estaba escribiendo esta entrada en este blog y le comenté:
- A todos esos jóvenes que pululaban por la estación de Venecia debemos haberles parecido aldeanos que emigraban desde el sur más profundo de Italia para buscarse la vida en el rico norte.

Y Miguel entre risas me respondió:
- Deben haber pensado que nos habíamos caído de otro planeta.

Recuerdo que después de Venecia pasamos por la ciudad de Verona, donde me quedé embelesado intentando, inútilmente, encontrar el balcón donde Romeo Montesco le susurraba frases de amor a la bella Julieta Capuleto. Ahora, a más de cuarenta años de entonces, juraría que ese día vi a los dos adolescentes amantes con las manos entrelazadas, mirándose a los ojos y prometiéndose amor eterno.

Finalmente, casi al terminar el día, llegamos a la terminal ferroviaria de Milán, un magnífico e imponente edificio inaugurado en 1931. Me impresionaron su amplia fachada que debe tener casi 200 metros de amplitud y su grandiosa bóveda que supera los 70 metros de altura. Es tan grande que en su interior alberga un par de docenas de plataformas de trenes que entran y salen a distintos puntos de Europa. En esta estación italiana nosotros y nuestras maletas tuvimos que esperar un par de horas porque el tren que nos trasladaría hasta Ginebra salía, creo, a una hora cercana a la medianoche. 

Milán me hizo recordar uno de los movimientos cinematográficos que más me han conmovido en mi vida: el Neorrealismo Italiano, esa forma de expresión audiovisual surgida inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Su importancia radica en que rompió con las encorsetadas temática y estética cinematográfica habituales hasta entonces. Todo comenzó cuando los guionistas, directores, técnicos y actores se atrevieron a salir a las calles y entraron a las fábricas, a las poblaciones marginales, y a las barriadas humildes a mostrar la realidad de las vidas cotidianas de unos personajes italianos reales, casi famélicos, recién salidos de un conflicto sangriento, envueltos en sus miserias y en sus sueños. Ni más ni menos que la vida cociéndose en su propia salsa, lo mismo que en esos días nos estaba sucediendo a Miguel a mí: vagabundos y hambrientos, con el corazón roto, lejos muy lejos de la tierra donde habíamos nacido y habíamos vivido hasta entonces, pero que en aquellos días 
ignorábamos que nunca volveríamos a recuperarla.
(Continuará)

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