Marca Aquiles Torres

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sábado, 29 de febrero de 2020

Mi excompañero del Liceo 6: Lionel Descouvieres


Mi excompañero del Liceo 6:
                      Lionel Descouvieres.
Uno de los mejores amigos que tuve en el Liceo 6 fue Lionel Descouvieres, a quien solíamos llamarlo por su primer apellido. Con Descouvieres no éramos amigos integrales o a tiempo completo. Éramos sólo amigos en el liceo, justo lo que duraba un año escolar. Esta es la razón por la que nuestra amistad se cimentó sobre todo en los recreos, en los que solía contarme algunas de las aventuras que él afirmaba que había vivido.

Como siempre vestía casi igual, de una manera muy conservadora, intuyo que su familia era de clase media, como lo éramos casi todos los alumnos del Liceo 6. Ahora, lejos del país, rememoro que en Chile casi el ciento por ciento de las personas a quienes les preguntas de qué clase social se consideran, responden que de clase media. Es muy raro que un rico diga que pertenece a la clase alta, o que un pobre reconozca que pertenece a la clase baja.

Recuerdo que una de las pocas veces que me habló de su familia, me contó que su padre era profesor de francés y que vivían por el sector del paradero 18 de la Gran Avenida.

Lionel era algo tímido. Quizás esta era la razón por la que tenía pocos amigos en el liceo. Era de estatura más baja que la media en el Chile de esos años. Su piel era pálida, lo que le daba apariencia de enfermizo. La verdad es que físicamente era poco agraciado y él lo sabía. En cambio, era inteligente y un gran conversador. Y en cuestión de amores no tiraba nunca la toalla. “El instinto es el instinto y hace milagros”, me solía decir muy serio, sin esbozar ni media sonrisa.

Me contaba que cada vez que podía iba a trabajar de acomodador en el Cine Moderno de Santiago de Chile. Nunca supe si era un pasatiempo o un trabajo remunerado. El cine Moderno, que de moderno no tenía nada, era una sala, más bien un galpón a medio morir saltando, que estaba situado en el paradero 18 de la Gran Avenida, en la acera de la cordillera. Por el tipo de público que iba, solían exhibir películas mexicanas. Comparado con el cine Gran Avenida, que también era modesto, El Moderno era como una sala de tercera categoría tirando para cuarta. Los asientos eran de madera y no tenía ni calefacción ni aire acondicionado. La única vez que fui, era verano. Como en el interior el calor era sofocante, la gran mayoría de muchachos se sacaron la camisa y quedaron con el torso desnudo. En cambio las chicas, más modositas y educadas, mantuvieron el tipo y se quedaron con su blusita puesta. Era aquella hermosa época en que las mujeres usaban lo que llamaban “ensambles”. Los ensambles eran un conjunto de dos piezas, formado por una especie de polera y una chaleca abotonada, ambas del mismo color: celestes, melocotón, amarillas suaves, blancas, verde Nilo o rosadas. Estaban fabricados de un material sintético, de textura suave y agradable, que llamaban “banlón” y que, entonces, era lo último de lo último.

Por ser acomodador y ayudante del “Cojo” del cine Moderno, Lionel debía llevar una linterna inmensa, de unos 40 centímetros de largo que, para él, era un signo de estatus, una especie de medalla que no llevaba prendida en su solapa, sino que la blandía en sus manos. Creo que él estaba convencido que era un artilugio que le daba cierta categoría entre sus pares del barrio, porque entonces no todo el mundo podía darse el lujo de tener una linterna de esas características. Además, no cualquiera podía decir que era ayudante del proyeccionista y, a la vez, ser acomodador del cine Moderno, aunque fuera una “barraca” desaliñada. Me imagino que cuando Lionel entraba en la oscura sala y el humilde público lo veía con el haz de luz que nacía de sus manos, deben haberse imaginado que un aura mágica lo envolvía; y hasta alguno debe haberlo visto levitar.

En nuestras charlas de recreo, Descouvieres siempre introducía el nombre de alguna película o la estrofa de alguna canción mexicana, tema en el cual era francamente versado. En una ocasión en que analizábamos lo difícil que era para nosotros, los jóvenes de esos años, encandilar a una adolescente de una edad similar a la nuestra, él me contó que su técnica para romper el hielo y caerles simpático a las Julietas, consistía en recitarles frases aprendidas en algunas de las películas que veía decenas y decenas de veces. Si la muchacha no le hacía caso al primer intento, uno de sus recursos favoritos era decirle: “No soy monedita de oro p’a caerle bien a todos”. De esta manera, a veces, sacaba alguna sonrisilla de la chavala y a partir de ahí comenzaba a picar piedra repitiendo algún verso o un dicho gracioso.

Para quienes no lo sepan, “No soy monedita de oro” es una película mexicana estrenada en el año 1959 y en ella, unos cantantes, creo que Cuco Sánchez y Lucha Moreno, interpretan la dichosa canción con nombre áureo, que para Lionel era como la biblia.

Este tipo de salidas de Lionel a mí me divertían porque no sólo pronunciaba una frase o reconstruía un diálogo, sino que también acompañaba las palabras con expresiones corporales, bien aprendidas de tanto tragar películas de rancheros, de charros machistas y de chinas sumisas y enamoradas. Y a veces hasta cantaba.

En esos benditos años existían unas funciones que llamaban “rotativos”, que consistían en exhibir tres películas en forma continua desde el mediodía hasta la noche. Era cómodo para los espectadores, porque uno llegaba a la hora que quería o podía y, si se encontraba con uno de los filmes aún no terminados, el resto que no había visto lo visionaba cuando volvieran a repetirlo. En esa época el cine era muy importante, porque en Chile aún no existía la televisión. Y cuando llegó, los aparatos estaban sólo al alcance de familias pudientes. Pasarían varios años para que la televisión se popularizara y pudiéramos ver programas y películas en casa. De este modo, los cines eran una especie de válvula de escape cultural, una catapulta hacia otras sociedades, especialmente la estadounidense, mucho más avanzada, divertida y rica que la nuestra, que era gris y chata.

Como un recurso para ganar público, en estos cines, una vez a la semana, había funciones “populares”, con entradas más baratas. En el caso del cine Gran Avenida se denominaba “la popular” y era los lunes. En el cine Moderno era los martes y la función se llamaba “martes femeninos”. Creo recordar que las chicas ese día podían entrar gratis. Tanto en el caso de “la popular” como en los “martes femeninos” las salas se llenaba de adolescentes y jóvenes de ambos sexos que, no sólo iban a ver las cintas, sino que también a intentar “pinchar”, cuestión difícil de conseguir porque era una época en que todo lo relacionado con el sexo o que se le pareciera, era tabú. A pesar de todo, en la oscuridad de la sala, los chicos intentaban sentarse al lado de una niña guapilla, a la que, con mucho sigilo, trataban de rozarle la mano. A veces la respuesta era una cachetada, pero si la damisela permitía ese pequeño primer contacto, el paso siguiente consistía en tomarle la mano. Y el súmmum de la felicidad era lograr darle un “calugazo”.

En una ocasión Descouvieres me contó que finalmente, haciendo de acomodador, había conocido a una niña que respondió a sus requiebros y por la que él comenzó a experimentar verdadero amor. Lo que sentía ella por él nunca me lo aclaró. Su adorado tormento vivía en la Comuna de San Miguel, más allá de la línea del ferrocarril que unía el sur de Chile con Santiago, en una villa modesta, cerca de la población Villa Sur.

Como Lionel, además de estar enamorado era algo celoso, cada vez que se juntaban iba a dejar a su amor a su casa, enclavada en un barrio peligroso y escasamente iluminado. Me confidenció que una vez, al llegar a la línea del ferrocarril, se encontraron con decenas de personas junto a un convoy detenido. Se acercaron y preguntaron qué pasaba. Les explicaron que el tren había atropellado a una persona y que, seguramente, la había dejado hecho picadillo, pero como estaba tan oscuro ni la policía podía hacerse una idea de los resultados de la tragedia.
- Entonces yo – me narró Lionel mostrándome su arma de trabajo en el cine – saqué esta poderosa linterna, apreté este botón de encendido y el rayo de luz llegó a varios centenares de metros, iluminándolo todo.

Así pudieron ver el descalabro de presas humanas dispersas por todas partes. La chavala de Lionel al ver la carnicería se puso a llorar y él, astuto como un zorro, remató la faena diciéndole en forma teatral:
- ¡He ahí; eso somos! ¡Carne y huesos!
La chavala, tras oír las enérgicas y sabias expresiones del acomodador del cine Moderno, experto en frases tremendistas, se aferró a él entre sollozos convulsivos que hicieron que entre espasmo y espasmo sus generosas redondeces se aplastaran contra el escuálido pecho de Descouvieres, quien sonreía satisfecho mientras su libido comenzó a llenarle hasta el último poro de su cuerpo.

Luego que egresamos de la secundaria, de Lionel Descouvieres no supe nunca nada más. He investigado en Internet y les he preguntado por él a todos los excompañeros con los que he tenido contacto y ¡nada!. Es como si aquel acomodador del cine Moderno se hubiera ido con el viento del tiempo, como se fue todo ese mundo que, ahora, quizás sólo exista en mi recuerdo y en el de algunos amigos más.

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