Marca Aquiles Torres

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lunes, 24 de junio de 2019

Algunos recuerdos de mi niñez: mis abuelos

(Antigua foto en que, de izquierda a derecha, estamos en el jardín de nuestra casa: mi tía Aída, mi abuela Elvira, mi prima Adrianita, mi abuelo Samuel, mi tía Emma y yo)

A mis dos abuelas, Elvira Arévalo Alvear y Blanca Pereira tuve la suerte de conocerlas; también a mi abuelo Samuel Torres Salgado. Incluso con mi abuela Elvira y con mi abuelo Samuel, padres de mi padre, conviví casi diez años de mi vida.

A quien no conocí fue a mi abuelo Víctor Retamal, padre de mi madre, quien era de Parral. Murió varios años antes de que yo naciera. De él sólo tengo la imagen de una pequeña foto de color sepia que ahora nadie sabe dónde está. Aunque no era una fotografía en color, parece que mi color moreno es una herencia de sus genes. En esta única fotografía que he visto de él, aparece con unas botas de montar y con una fusta en una mano. Supongo que le gustaría montar a caballo, porque de lo contrario ¿por qué se hizo una fotografía ataviado de esa guisa? También me han dicho que trabajaba en una notaría y que tenía una farmacia. Mi primo Víctor, quien lleva su nombre, me ha contado que tenía un automóvil de esa época; supongo que debe haber sido como los que aparecen en las películas de gansters. Es poco, pero eso es todo lo que sé de él.

A mi abuela Blanca Pereira, madre de mi madre, la conocía apenas, porque durante los pocos años que yo conviví con ella en este mundo, ella vivía en Parral y yo en Cauquenes con mis otros abuelos, dos tías abuelas, dos hermanas de mi padre y mi prima Magali.

Mi abuela Blanca era profesora primaria y llegó a ser directora de escuela. Murió cuando yo tenía pocos años. La conocí porque a veces mi tía Aída, que oficiaba de madre para mí, me llevaba a visitarla. En esas visitas también veía a mis padres biológicos, a mi hermano Horacio, a mis primos Víctor y Silvia, y a mis tías Mercedes, María, Ana e Isabel, hermanas mayores de mi madre. Esos viajes para mí eran especiales, porque me sacaban de mi cotidianeidad. Nos íbamos y nos regresábamos en tren. El viaje duraba una hora o un poco más, pero a mí me parecía que íbamos al fin del mundo. Las estaciones del ramal ferroviario de Cauquenes a Parral, en las que el tren se detenía, era cuatro pequeños villorrios: El Boldo, Quella, Unicaven y Hualve.

A mi abuela Blanca la recuerdo gracias a que la he seguido viendo en las pocas fotografías que tengo de ella. También conservo en mi cerebro algunas imágenes del día en que murió. El velatorio fue en su casa, en una habitación grande que estaba inundada de un intenso olor a flores. Supongo que debe haber sido el comedor. También puedo evocar el viaje en auto, en cortejo, desde la casa que tenía junto a la Plaza de Armas hasta el cementerio.

Pero lo que rememoro con mayor nitidez de mis visitas a Parral es una navidad en que me tenían muchos regalos, y mi hermano Horacio y mis primos Víctor y Silvia, en una habitación amplia que había junto a la cocina, me sentaron en una banquetita y me hicieron una pequeña representación teatral que me impactó mucho.

En cambio con mis abuelos paternos Samuel y Elvira crecí, conviví e intercambiamos experiencias. Me crié en su casa. En esa casa vivíamos ocho familiares bajo el mismo techo: mis abuelos, mis tías abuelas Carmen y Herminia, mis tías Aída y Emma, mi prima Magali y yo.

Como soy de espíritu curioso, siempre preguntaba detalles del origen de los antepasados de mis antepasados, pero nunca conseguí ahondar mucho. Lo poco que me quedó en claro es que mi abuelo Samuel fue hijo natural de un señor acaudalado que vivía en una zona de los campos cercanos a Buchupureo. También me contaron que antes de morir, su padre, o sea mi bisabuelo, ese señor "palogrueso" de Buchupureo, quiso reconocerlo como hijo legítimo, pero que sus otros hijos, para evitar que les quitaran un pellizco de la herencia, lo evitaron. Resumido así, todo eso ahora me parece una telenovela. Aunque entonces el desprecio y el sufrimiento padecidos por mi abuelo y su madre deben haber sido inmensos. Afortunadamente, fue justamente su madre, que nunca supe cómo se llamaba, quien le dejó en herencia una pequeña viña en la zona de Pichihuedque. Gracias a este legado y a su esfuerzo y voluntad, él y mi abuela Elvira sacaron adelante a mis tíos Manuel, Gerardo, Emma, María, Francisco, Aída, y a mi padre que era el menor. A pesar que ambos eran campesinos tuvieron visión y se fueron a vivir a la ciudad. Allí mi abuelo con sus manos construyó una casa que era la casa de todos. Mientras él seguía trabajando su viña, que era el sustento de la familia, sus hijos comenzaron a estudiar en Cauquenes y luego los hombres, cuando terminaron la educación secundaria, se marcharon a Santiago a trabajar y a seguir estudios superiores.

Mi primo hermano Guillermo, hijo de mi tía María Torres, en una ocasión me contó que a él, algunos ancianos de esos campos de Pichihuedque, le relataron que mi abuela Elvira, sus hermanas y sus padres habrían llegado de España ¿Verdad o rumor? No lo sé. Hay que recordar que sólo desde 1884 existe el Registro Civil en Chile. Antes a los hijos los registraban en las iglesias. También hay que tomar en cuenta que a veces se equivocaban al escribir un apellido y el error se quedaba de por vida. Además, debido a los terremotos, a las inundaciones, a voracidad de las ratas y a los incendios, esos libros se iban destruyendo y luego era imposible seguir el rastro de la genealogía de una familia.

Lo que sí recuerdo como si las tuviera ahora mismo frente a mí, son los rostros de mi abuela Elvira y de sus hermanas. Sobre todo evoco sus ojos y los surcos de la piel de sus caras. Mi abuela tenía los ojos color azul oscuro, mi tía abuela Carmen grises, y mi tía abuela Herminia, a quien le decíamos Lulú, los tenía de un tono verde amarillo. Lulú solía tomarme en brazos y entre las historias que me contaba, me narraba cómo iba a ser el fin del mundo. Me decía que Dios, rodeado de todos sus ángeles, serafines, querubines, arcángeles y toda la tropa que suele acompañarlo en las ocasiones solemnes, bajaría a la tierra a separar a los buenos de los malos y a revivir a todos los muertos. A los buenos los mandaría directos al cielo y a los malvados a freírse por toda la eternidad en el infierno. Yo me críe oyendo este tipo de historias. Incluso, algunas noches, soñaba con el fin del mundo, al cual hasta le ponía sonidos de trompetas.    

Y mi abuela Elvira, más parca en cariños, me contaba que ese fatídico día, el del fin de los tiempos, caerían rayos y culebrillas de fuego del cielo. Nunca he olvidado ese concepto "culebrillas de fuego". Por esta razón, la primera vez que vi fuegos artificiales en la Plaza de Armas de Cauquenes, para unas fiestas de la primavera, creía que comenzaba el fin de todo porque caían cascadas de fuego del cielo. Fue tan impactante para mí que llegué a creer que hasta ahí había llegado mi vida. Por suerte para mí, el señor Destino no quiso que fuera así y me ha dado vida suficiente para rescatar y contar todas estas historias.

Durante mi niñez, rodeado de todos estos queridos, y de familiares y amigos del campo que entraban y salían de nuestra casa, más de los fantasmas y ánimas que a veces creía ver o sentir, fui muy feliz. Pero como todo lo bueno tiene un final, un mal día, cuando estaba a punto de cumplir diez años, mis padres me fueron a buscar a Cauquenes y, a pesar de la trifulca que se armó en la casa, de los gritos y de los zarandeos, y de mis llantos, tuve que partir a Santiago a vivir mi segunda vida.     

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