Marca Aquiles Torres

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viernes, 29 de diciembre de 2017

Las primeras Navidades que recuerdo



(Fotografía realizada por Aquiles Torres)


No estoy seguro del todo, pero mis primeros recuerdos de Navidades deben ser de cuando tenía cinco o seis años. Y las rememoro insertas en esa época mágica que viví en la ciudad de Cauquenes con mis abuelos paternos y con mis tías, aunque lejos de mis padres.


Por circunstancias de la realidad de mis progenitores, nada más graduarse como profesores los destinaron a trabajar a un rincón escondido de la provincia de Valparaiso (Chile) llamado Longotoma, cerca de La Ligua. En esos años, según contaba sobre todo mi padre, que era un gran conversador y un extraordinario narrador, aquellos parajes eran, prácticamente, medievales.


Siempre que hablábamos de este tema salía a relucir el personaje de La Quintrala, cuyo verdadero nombre fue Lucía de los Ríos y Lisperguer, que me he enterado ahora, era descendiente de un alemán compañero del conquistador Pedro de Valdivia y de la cacica Elvira de Talagante. Esa unión, que se inició en tiempos de descubridores y conquistadores españoles, fue la que generó este clan al que perteneció esta cruel y acaudalada mujer que vivió 61 años en el siglo diecisiete, en pleno período colonial de Chile.

Mi viejo me platicaba que cuando ellos llegaron a trabajar a Longotoma, los vecinos, temerosos de Dios, les contaban que algunas noches, sobre todo de tormenta, aún se podía oír llorar el alma en pena de La Quintrala. Las crónicas también refieren que, a pesar de las miles y miles de misas que encargó esta maligna mujer antes de morir para conseguir la salvación de su alma, jamás había podido escapar del infierno.

También me contaba con lujo de detalles de las elementales condiciones higiénicas y de los escasos servicios de salud pública que existían en aquella época. Y lo menciono, porque esta circunstancia de la falta de calidad en la salud, fue la causa por la cual mi hermano y yo tuvimos que ser entregados en custodia a mis abuelos.

Aunque yo había nacido en la ciudad de Parral en pleno febrero, mientras mis padres gozaban de sus vacaciones de verano, cuando regresaron conmigo y con mi hermano a Longotoma, mi padre enfermó seriamente y mi madre tuvo que volver a viajar rápidamente al sur. Primero a Parral, a dejar a mi hermano con su madre, llamada Blanca, con quien vivían sus hermanas, mis tías María, Mercedes, Isabel y Ana. A mí me fue a dejar a Cauquenes, a la casa de mis abuelos paternos Samuel y Elvira, morada en la que, además, vivían mis tías abuelas Carmen y Luz Herminia, y mis tías paternas Ema y Aída; todas solteras.

Entonces yo tenía cuatro meses de edad y mi hermano era un poco más de un año y medio mayor que yo. Según me contaron mis tías, el compromiso consistió en que en las vacaciones siguientes me volverían a buscar. Pero por esas jugarretas del señor Destino, finalmente viví durante los primeros diez años de mi vida en ese paraíso familiar, en ese tibio nido de amor, sin tener apenas necesidad emocional por la carencia de mis padres biológicos.

Por razones de la naturaleza de los seres humanos, naturalmente mis primeros recuerdos no datan con mi llegada a esta familia de adultos, en la que hacía decenas de años no habían convivido con un recién nacido. Es extraño, pero hasta ahora en que escribo estos recuerdos, nunca había llegado a imaginarme cómo habrá sido esa escena de mi llegada. Probablemente fue en un frío día de junio o de julio, y yo envuelto en pañales y empaquetado en mantas para resguardarme de los rigores de los inviernos sureños, llenos de vendavales y de lluvias interminables.

Algunos años después, cuando desperté a la lucidez y me percaté de la existencia del mundo y de la realidad, y pude comenzar a tejer recuerdos, ya vivíamos en una casa que mi abuelo construyó con sus manos y su imaginación al final de la Avenida Claudina Urrutia, vía que unía el pueblo con el Barrio Estación, llamado así porque era donde estaba la estación término del ramal del ferrocarril de Parral a Cauquenes.

Nuestra casa estaba emplazada a doscientos metros del río, en un inmenso terreno que incluía una zona nivelada que daba a la calle y, a continuación, una o dos hectáreas de vega que le había comprado a los padres franciscanos, que tenía su iglesia muy cerca nuestro.

Con la Orden Franciscana, mi familia extremadamente creyente, tenía fluidas y cordiales relaciones. Mi abuelo, al parecer les proveía de vino, uva y otros productos que cosechaba en su campo. Incluso, creo recordar que era "Hermano de la Tercera Orden Franciscana", con detente en el pecho y todo. Y mi tía Aída, quien hacía de madre para mí, cantaba en el coro y actuaba en pequeñas obras de teatro de corte religioso que se celebraban en la parroquia. Mis otras tías, también feligresas pías, se dedicaban a llevar flores frescas para el altar, y a sacar con sus rezos ánimas del purgatorio, cuando correspondía hacerlo.

Fue en esta templo de pueblo donde se generaron mis primeras visiones de la Navidad, como un acontecimiento maravilloso lleno de luz y misterio. Cada comienzo de diciembre, la comunidad montaba un inmenso "nacimiento" o "belén" en uno de los tres altares situados en la cabecera de la nave. Precisamente ése era el espacio que llenaban de figuras, en cuyo centro estaban el niño jesús; la virgen María, San José; y los Reyes Magos con sus cofres con incienso, oro y mirra, y sus correspondientes camellos bellamente enjaezados.

También instalaban pequeños ríos, en cuyas aguas flotaban patos y cisnes, y animales que pastaban en praderas ubérrimas. Asimismo recuerdo nidos con huevos de distintos colores y tamaños. Y muchas cestas con frutas y viandas que llevaban los fieles para honrar al niño Dios.

Ese escenario maravilloso era completado con numerosas maquetas y personajes como pastores y trabajadores de variados oficios que tenían movimiento propio. Un movimiento invisible, que como no entendía de dónde nacía, para mí era como un milagro. Yo me quedaba hincado, embobado, observando cómo unas mujeres, por medio de una palanca, accionaban una rueda de la que pendía un cubo de agua atado con una cuerda, que metían en el pozo y que al sacarlo destilaba agua. O cómo un carpintero provisto de un serrucho cortaba madera. O cómo una pareja de campesinos avivaba un fuego sobre el que había un caldero. En fin, eran decenas de detalles que a mí me hacían el crío más feliz del mundo y que, estoy seguro, en mucho han influido en mi desarrollo creativo posterior.

La noche del 24 de diciembre, Nochebuena, toda mi familia asistía a la Misa del Gallo que, por la hora, para mí era una mezcla de tortura y de placer. Me gustaba tanto toda la puesta en escena y los aromas a flores y a incienso, que intentaba no dormirme. Especialmente para poder oír la voz de mi segunda madre cuando cantaba villancicos en el coro. Pero, aunque trataba de evitarlo, irremediablemente los ojos se me cerraban y me quedaba en un estado de duermevela. Me cuentan que en una ocasión, posiblemente medio en sueños, grité: "¡Aída!" para llamar a la mujer que más quería en el mundo entonces. Dicen, que mientras todo el mundo soltó una carcajada, yo intenté inútilmente esconderme avergonzado.

Luego, terminada la misa, supongo que me llevarían en brazos a la casa, a meterme en la cama para que, por la mañana siguiente yo me encontrara en los pies de mi lecho muchos regalos extraordinarios, entre los cuales siempre estaban los que habían llevado mis padres. Recuerdo que en esas Navidades recibí pelotas de fútbol de verdad; un silbato de árbitro; mecanos; palitroques pintados de colores fascinantes con fragancia de la pintura aún latiendo sobre la madera; un revólver en cuyo tambor se ponían balas de fogueo que, al reventar, despedían olor a pólvora; un tren a cuerda que recorría una línea que formaba un óvalo; juegos de herramientas de jardinería; y también ropa que a mí me parecía bellísima. Pero lo que recuerdo con un cariño especial, fue una moto a cuerda sobre la que un simio motorista, ataviado con un frac, hacía malabares.

¿Dónde estarán ahora todos esos tesoros míos? ¿Existirá alguno todavía? ¡Ha pasado tanto tiempo y mi vida ha dado tantos giros y zigzagueos que no lo creo!  Por suerte, aún mantengo mi memoria intacta y puedo seguir atesorando estos recuerdos que jamás me han abandonado. Además, después de todo he sido un privilegiado por la vida, porque, por lo menos, de esa época logré rescatar una pequeña bolsa con algunas de mis canicas de cristal que, en Chile solemos llamar "bolitas de cristal". La guardo en mi mesita de noche en mi casa de Madrid. Gracias a esta posesión, cuando quiero regresar a mi niñez, saco las canicas para que me ayuden a volver a los campos de mi infancia. Cuando las vuelvo a acariciar, siempre se produce un portento: descubro que ese mundo que ya nadie recuerda, afortunadamente, aún sigue existiendo dentro de mí.-

2 comentarios:

  1. Hermoso relato,lleno de detalles,todos ellos muy significativos,no tan sólo para ti.Éste y otros escritos tuyos me motivan a escribir mis experiencias vividas en carne propia.

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